Estaban apuradísimos por recuperar cierto nivel que creían habérsele escapado. Y entre toda esta movida surgen, por ejemplo, Catalina Dlugi recomendando cuanta película iraquí se le cruzase; el esplendor de las películas de Almodóvar, y la construcción de los súper democráticos complejos de salas de cine.

Este nuevo lote sociocultural típicamente argentino, que se contenta al leer alguna infografía de Clarín que le explica cómo los protones influyen en las balas que atraviesan trenes que explotan en manos de musulmanes, es tan carente de espíritu crítico que se convirtió en lo peor que le pudo pasar al humor.

Son ellos los que se dejaron llevar y elevaron a apoteósicas a películas como La vida es bella, El hijo de la novia o Mi gran casamiento griego.

Esta gente dice con altivez que disfrutan mucho el cine francés, y ríen viendo basuras como El placard, que aparentemente está buenísima porque actúa Gerard Depardieu, pero si la protagonizase Adam Sandler sería una basura homofóbica.

Seguramente no les gusta Mel brooks, y sus musicales con nazis (History of the World, To be or not to be, o The producers), pero sí les encantó La vida es bella, de Roberto Benigni. La lacrimógena película que intercalaba lo más trágico del Holocausto con las payasadas de un padre que hace lo imposible porque su hijo no se dé cuenta de la atrocidad que le rodea (y así descripta no suena tan mala como es).

Juan José Campanella hizo la preciosa El mismo amor, la misma lluvia, pero finalmente lo reconocieron por hacer El hijo de la novia. Es que en esta comedia también se cruzaba algo drámatico, la madre del protagonista tenía un anzheimer galopante. Ninguno de estos apreciadores de The son of the bride podría difrutar 30 rock, la serie de Tina Fey, y que Campanella dirigió en un episodio. Sí, Campanella es un groso, pero no necesariamente por El hijo de la novia.

Y el problema es el de siempre, la maldita culpa que les surge por reírse. Esa idea de que el arte no se puede permitir el humor. Esa misma postura que relega a las tiras cómicas a sobrevivir eternamente en la contratapa de los diarios, el humor sólo para descontracturar, relajar, pero jamás inserto de lleno en ningún discurso.