Damián Schwarzstein

David Moreira ya está muerto. Pero el odio que lo mató sigue allí, otra vez refugiado en las palabras que se expresan en los comentarios de los diarios digitales y en las redes sociales.

Las palabras que alimentan el odio, como ya escribió el periodista Ricardo Robins en una columna publicada días atrás, merecían una mayor atención antes del linchamiento de barrio Azcuénaga, y la merecen ahora, aunque después de ese hecho funesto hayan aparecido voces que con mucha claridad argumentativa se contraponen a aquellas.

Ni los linchamientos van a frenar la ola de robos -como acaso piensen algunos de los que justifican esa acción con el argumento de que si nadie ajusticia a los ladrones lo tienen que hacer ellos-, ni los discursos de condena a la barbarie vecinal van a atemperar los ánimos de los que piden "balas para todos".

Es un problema estructural. Los pibes que salen todos los días en moto a ver cómo se hacen de 200 pesos y un celular que una mujer puede llevar en una cartera, y toman eso como absolutamente natural, no nacieron de un repollo. Son fruto de una sociedad desigual, que condenó a sus padres y en muchos casos a sus abuelos al desarraigo y el desempleo, y que les pone al alcance de la mano como nunca antes lo mismo que los anestesia, les da valor y a la vez los mata: drogas y armas.