Fernanda Blasco/Opinión

Días después de que se cayeran las Torres Gemelas, un analista norteamericano aseguraba que los habitantes de la Gran Manzana, que habitualmente se ignoraban en la calle, habían comenzado a mirarse a los ojos cuando se cruzaban. Que la tragedia los había hermanado.

Salvando las distancias, físicas y temporales, incluso el hecho de que lo ocurrido en el norte fue un atentado y lo registrado en la ciudad parece oscilar entre la negligencia y la impericia, creo que los rosarinos hemos logrado en estos días posteriores a la tragedia una increíble comunión.

El shock inicial nos dejó mudos. Fue "una bomba", como describieron testigos lo ocurrido, en una ciudad que jamás ha estado en guerra. En una ciudad acostumbrada a ver catástrofes en lugares lejanos, por televisión.

Rosario no es una gran metrópoli, tampoco un pueblo. Es, precisamente, su escala humana lo que la hace tan especial. Todos hemos pasado alguna vez por Oroño y Salta. El que no ha salido a trotar por el bulevar ha pasado con su bicicleta por la calle que la cruza o ha estacionado incómodamente en su margen izquierda. Seguramente hemos ido a comprar a La Gallega ubicada al lado del edificio de la tragedia, conocemos a la peluquera de la zona o hemos tomado un café en alguno de los bares de las inmediaciones.