La zapatería de Santiago siempre fue un rincón del barrio donde se mezclaban el olor a cuero curtido y la paciencia de un oficio heredado de otro tiempo. Allí, entre suelas desgastadas y martillos que golpeaban con música de resistencia, se sostenía una vida entera. Tenía otros trabajos, pero era el zapatero del barrio. Pero un día, el hilo de esa rutina se cortó. Santiago Mazara, 69 años, levantó la cabeza y descubrió que la oscuridad avanzaba sobre sus ojos. Primero fue uno, el izquierdo. Luego, el derecho empezó a ceder. “Me estoy quedando ciego”, confesó en Radiópolis (Radio2), con una voz donde conviven el miedo y la resignación.
La ciencia puso nombre al golpe: maculopatía miótica. Una enfermedad que, como una grieta silenciosa, va resquebrajando la retina hasta condenar a quien la sufre a mirar sin ver. “Perdí un ojo y en el otro ya tengo baja visión. No puedo leer, ni reconocer un colectivo en la calle”, describía Santiago. Un jubilado que sumaba ingresos con su oficio de zapatero, ahora sus ojos no lo sostenían. “Esto me arruinó el trabajo, me arruinó todo”, se lamentaba.
El tratamiento existe: tres inyecciones intraoculares de un medicamento llamado Eyla. Pero la obra social, PAMI, sólo le autorizó una. La segunda y la tercera le fueron negadas, como si con una sola bastara para detener la enfermedad. “Es irrechazable”, escribió en la receta la oftalmóloga que lo atiende, y añadió un ruego poco habitual en un papel médico: “Por favor, autorizar”. Ese “por favor” era la súplica de un profesional que veía cómo la burocracia amenazaba con llevarse por delante los últimos restos de luz de su paciente.
El precio de cada dosis —casi cuatro millones de pesos, unos 2.800 dólares— convierte el tratamiento en un lujo imposible para un jubilado. “Necesito 5.600 dólares para no quedar ciego”, resumía Santiago, con la simpleza brutal de quien mide su futuro en billetes que no tiene.
En medio de esa desesperanza, apareció un mensaje en la radio. Una voz anónima primero, un milagro después. Era Juan. “Yo tengo las inyecciones que él necesita”, anunció en Radiópolis. Su madre, de 86 años, había recibido ese mismo tratamiento por PAMI en 2024. Tras mejorar, sobraron dos dosis que nunca perdieron la cadena de frío. Juan las guardó en la heladera, como quien protege una esperanza para alguien que todavía no conoce.
“Yo siempre creí que un día iban a servirle a otra persona. Y escuchando la historia de Santiago supe que eran para él”, dijo Juan, emocionado. La fecha de vencimiento marcaba noviembre de 2025: estaban intactas, listas para usarse.
Del otro lado de la línea, Santiago no podía creerlo. “Estoy muy emocionado, no tengo palabras para agradecerle. Estas inyecciones son mi salvación”, le respondió entre lágrimas.
Juan insistía en quitarse méritos: “No hay nada que agradecer, son tuyas, te estaban esperando. Dios quiso que se cruzaran nuestros caminos. Yo sólo soy un instrumento”.
Pero hay más en Juan que una simple donación. Es padre de Juan Manuel un adolescente de 17 años con autismo. Conoce la batalla diaria contra las obras sociales, los trámites que se repiten, las terapias demoradas por pagos que llegan meses tarde. “Uno vive peleando, pidiendo amparos, reclamando lo básico. Y mientras tanto, nuestros hijos esperan”, denunció. Y agregó, con firmeza: “Los gobiernos pasan, pero los jubilados, las personas con discapacidad, siempre quedan abandonados”.
Su gesto con Santiago no es casualidad: es consecuencia de esa sensibilidad que se forja en la adversidad. “El amor que recibo de mi hijo es lo más sano que existe. Eso me enseña a no darme por vencido. Y a compartir, cuando tengo algo que puede ayudar”, confesaba.
Así, en un barrio de Rosario, la historia del zapatero que se estaba quedando ciego encontró un giro inesperado. Donde la frialdad de un trámite amenazaba con hundirlo, apareció la calidez de un vecino desconocido. Donde la oscuridad avanzaba, una mano extendida devolvió la posibilidad de seguir viendo.
El relato deja una enseñanza simple, pero urgente. Un país que obliga a sus viejos a rogar por un tratamiento básico está fallando en lo esencial. Que la salvación llegue de la heladera de un vecino y no de la institución encargada de cuidarlo es, al mismo tiempo, una vergüenza y una señal de esperanza.
En esa grieta, entre la burocracia y la solidaridad, entre el papel membretado y el corazón humano, se define una sociedad. Juan lo explica con palabras sencillas: “Estamos en este mundo para ayudar al que tenemos al lado”.
El milagro no llegó solo de la heladera de Juan, sino también de las ondas de una radio. Santiago se animó a contar su drama en un programa, y esa voz que pedía ayuda encontró del otro lado a un oyente dispuesto a tender la mano. Historias mínimas, medidas con el corazón de sus protagonistas.
La radio es más que un medio, es un latido que compartimos en el aire. Y ese latido no se mide en rating, sino en encuentros: el zapatero que se quedaba sin luz y el vecino que guardaba dos inyecciones salvadoras. Porque además de informar la hora, la temperatura, contar los goles de Central o de Newell’s, anunciar el valor del dólar o cuándo cantará Lali Espósito, también conecta los latidos de sus oyentes. Cumpliendo una misión mucho más honda que periodística: se completa como un medio humano.
Y tal vez allí esté la pregunta que en estos tiempos hostiles necesitamos hacernos: ¿a todos les late el corazón? Porque más allá de ideologías, burocracias o gobiernos, la solidaridad es un idioma que todos debieran hablar.
Santiago, el zapatero que repara zapatos, recibió la reparación más grande: la de su propia mirada. Y fue gracias a un vecino, padre de un adolescente con discapacidad, que mientras escuchaba un programa de radio recordó que en su heladera estaba la salvación. El destino presentado de la mejor manera.