El balotaje de este domingo en Chile funciona menos como una elección presidencial y más como un indicador adelantado del clima político regional. No se trata sólo de quién gane, sino de por qué puede ganar. Si José Antonio Kast se impone, el país no estará inaugurando una rareza latinoamericana: estará confirmando que el electorado empieza a priorizar control, previsibilidad y límites por sobre épica y transformación.
Todo indica que Chile giraría a la derecha por fatiga. Fatiga con promesas de transformación que no se tradujeron en orden, con discursos morales que no produjeron resultados tangibles, con gobiernos que gestionaron expectativas altas y entregaron estabilidad precaria. El ciclo progresista chileno nació del estallido social de 2019. Cinco años después, enfrenta su contracara: la percepción de que no logró convertir conflicto en gobernabilidad.
El candidato opositor José Antonio Kast -que aventaja más de diez puntos en las encuestas a su contrincante- no encarna una visión de futuro. Encapsula una reacción. Su fuerza no reside en lo que promete construir, sino en lo que promete frenar: inseguridad, migración descontrolada, expansión del gasto, desorden. Su discurso conecta con electorados que ya no piensan en horizontes largos, sino en recuperar previsibilidad inmediata. Ese es el terreno natural de la derecha dura.
En tanto, la oficialista Jeannette Jara, representa el último intento de sostener el ciclo progresista desde la moderación. Su candidatura es técnica, cuidadosa, institucional. Pero llega en un clima que ya mutó. En contextos dominados por el miedo y el cansancio social, la prudencia suele interpretarse como debilidad, aun cuando sea responsabilidad política.
El factor Gabriel Boric es central para entender este momento político. El presidente -con su llegada al poder en 2022- condensó expectativas excepcionales: renovación generacional, superación del clivaje de la transición, un Estado más activo y sensible a las demandas sociales emergidas del estallido.
Pero gobernar implicó otra cosa. Boric heredó una economía desacelerada, un Congreso fragmentado y un país socialmente más exigente que cohesionado. Entre una izquierda que reclamaba transformaciones más rápidas y profundas, y una ciudadanía que empezó a demandar seguridad, control y eficacia, su gobierno quedó atrapado en una tensión permanente.
Esa tensión se expresó en hitos concretos: el rechazo a la propuesta de nueva Constitución, el avance sostenido de la agenda de seguridad por sobre la social, y una pérdida gradual de iniciativa política. Más que un fracaso ideológico, el balance que muchos votantes hacen es funcional: el gobierno no logró estabilizar el sistema ni ordenar el conflicto. Este tipo de evaluación suele tener una consecuencia clara: castigo electoral, incluso cuando no hay una alternativa plenamente convincente.
El voto obligatorio -que se aplicó por primera vez en las generales de octubre- aceleró ese castigo. La masa electoral pasó de ocho a 13 millones de electores. Esto significa que se incorporó una enorme mayoría decisoria con baja identificación ideológica y alta ansiedad material.
Su primera expresión electoral fue Franco Parisi. Economista, outsider del sistema político tradicional y con un discurso abiertamente antipartidos. Parisi logró en la primera vuelta captar a casi un quinto del electorado, sin estructura territorial sólida y con una campaña apoyada más en el rechazo que en una propuesta de gobierno coherente. Su desempeño -obtuvo el tercer lugar en las generales- confirmó la existencia de un votante desalineado, pragmático y profundamente desconfiado del establishment.
Ahora Kast compite por administrar a este electorado. No son votantes de la derecha clásica. Son votantes anti-incertidumbre. Esa diferencia explica por qué el giro chileno, de concretarse, no sería doctrinario, sino funcional.
Lo cierto es que un triunfo del ultraderechista no implicaría la clausura inmediata del conflicto social, sino su reconfiguración bajo otros parámetros: más control institucional, menos tolerancia al desborde, mayores tensiones en materia de derechos y cohesión social. Su desafío será administrar los costos del orden que promete. Si pierde, el mensaje también será relevante: incluso en condiciones adversas, el progresismo puede resistir si logra articular orden sin renunciar a derechos.
Si este domingo Chile gira a la derecha, no lo hará en soledad. Se sumará a un mapa regional donde emergen liderazgos que capitalizan el cansancio social con promesas de orden, recorte y autoridad: desde la experiencia disruptiva de Javier Milei en Argentina hasta los intentos de recomposición conservadora en países andinos como Ecuador y Bolivia.
No se trata de un bloque regional homogéneo ni coordinado, sino de una coincidencia de época. Gobiernos distintos, con estilos y programas dispares, pero unidos por una misma condición de origen: sociedades agotadas de la promesa y dispuestas a ensayar salidas más duras, aún a riesgo de pagar costos elevados.
Para América Latina, este triunfo será la muestra de que la derecha o ultraderecha no retorna con grandes proyectos regionales, sino con narrativas simples: orden, soberanía, límites. En el clima actual, eso alcanza.
Mientras que para Chile, no se trata de una elección sobre el futuro que imagina, sino sobre el presente que ya no tolera.