La conmemoración del 80° aniversario del fin de la Segunda Guerra Mundial en China esta semana, no fue una ceremonia: fue una declaración de intenciones. La plaza de Tiananmen se vistió de coreografía bélica y el régimen sacó a pasear sus juguetes de guerra más sofisticados. Sobre la avenida Chang’an, desfilaron drones furtivos, misiles hipersónicos y lobos robóticos. Y caminando a la par de Xi Jinping, dos figuras que inquietan a Occidente: Vladimir Putin y Kim Jong-un.
La postal estuvo diseñada al milímetro. China no está conmemorando el pasado, está dibujando el futuro.
Para Xi Jinping, la historia es un arma. Y esta vez se pudo vislumbrar claramente el cambio en la narrativa histórica. En esta batalla, China no quiere ser recordada como un actor secundario. Su líder insiste en que la Segunda Guerra Mundial no empezó en 1939 cuando la Alemania nazi invade Polonia. Sino que se inició dos años antes en Asia (en 1937) cuando Japón invadió Nankín. Y China resistió sola la ocupación, ocho años antes de que Estados Unidos se decidiera a entrar en el juego.
No es solo una disputa de memoria: es una reclamación de legitimidad.
El relato de Xi es preciso y estratégico: China no es una potencia emergente, es una civilización que regresa a su lugar natural en la cúspide del sistema internacional. Bajo esa premisa, el desfile no conmemora, sino que resignifica: coloca a China como arquitecta de la paz, pero respaldada por un arsenal que comunica exactamente lo contrario. Una contradicción deliberada que incomoda a Washington, Londres y Tokio.
Lo que China mostró en el desfile no es para consumo doméstico. Es un mensaje. Misiles intercontinentales capaces de impactar cualquier punto del territorio estadounidense. Hipersónicos, imposibles de interceptar, drones autónomos con inteligencia artificial y armas láser diseñadas para quemar satélites enemigos.
La escala importa. Con 2 millones de efectivos activos, la Marina más grande del planeta y tres portaaviones operativos, Pekín ya no es un actor defensivo. Está diseñando un ejército proyectable, capaz de imponer costos insoportables a cualquier adversario en el Indo-Pacífico. Si el siglo XX estuvo marcado por la "Pax Americana", Xi aspira a que el XXI sea recordado como el "Siglo de Pekín".
La guerra tecnológica es la otra gran batalla. Si la Guerra Fría se definió por las armas nucleares, la nueva se decidirá por quién controle la Inteligencia Artificial (IA). Y aquí, el gigante asiático ya está jugando en otra liga.
China produce los chips, los drones, los sensores y el hardware. Controla ecosistemas digitales masivos como TikTok, Baidu, Huawei y Alibaba. Integra IA en sistemas de vigilancia, plataformas financieras, logística militar y armas autónomas. Para Xi, la supremacía tecnológica es inseparable de la supremacía geopolítica: quien domine los datos, dominará el siglo.
Mientras tanto, Estados Unidos lo sabe y reacciona. Pero Silicon Valley compite con un Estado chino que invierte sin presupuestos, sin debates parlamentarios y sin elecciones que lo limiten. La tensión es inevitable: Pekín y Washington avanzan hacia una guerra silenciosa que ya se libra en cables submarinos, órbitas satelitales y algoritmos de vigilancia masiva.
También en este juego se encuentran la diplomacia y alianzas.
El desfile lo dejó claro: Xi Jinping ya no está solo. A su lado, Vladimir Putin y Kim Jon-un envían una señal que retumba en Washington. El “tridente” -Pekín, Moscú y Pyongyang- no es una alianza formal, pero sí un bloque funcional contra la hegemonía occidental. Rusia aporta energía, poder militar clásico y experiencia bélica real. En tanto, Corea del Norte trae volumen de municiones, tropas y presión nuclear. Y China, tecnología, economía, logística militar y poder simbólico.
La pieza incómoda es India. Xi sabe que Narendra Modi es el comodín. Por eso lo seduce con promesas de cooperación energética, inversión en infraestructura y un rol central en la Organización de Cooperación de Shanghái. El mensaje es claro: “Si Washington te castiga con un 50 por ciento de aranceles, Pekín te abre la puerta”. La estrategia es pragmática: tejer un sistema paralelo donde Estados Unidos ya no sea indispensable.
Lo cierto es que el proyecto “China 2049” es la ambición personal de Xi Jinping: convertir a Pekín, para el centenario de la República Popular, en la superpotencia dominante del planeta. El plan combina poder militar, supremacía tecnológica y reconfiguración geopolítica en un movimiento calculado y paciente.
La primera fase busca la hegemonía regional: controlar el Mar de China Meridional, aislar a Taiwán y desplazar a Estados Unidos del Pacífico. La segunda apuesta es el liderazgo tecnológico absoluto: dominar la inteligencia artificial, los drones, la computación cuántica y los estándares digitales globales, convencido de que quien controle los datos controlará el mundo.
Y la última meta es la redefinición del orden internacional: debilitar la centralidad de Washington, seducir al Sur Global y erigir a Pekín como el nuevo centro de gravedad del sistema. Xi no planea derrotar a Estados Unidos en una guerra directa. Su objetivo es más sutil y ambicioso: hacerlo irrelevante.
Hace 80 años, el gigante asiático celebraba una victoria que, para Occidente, era prestada. Hoy, Pekín no pide reconocimiento: lo reclama. No pretende cambiar el mundo, sino devolverlo a su órbita, convencido de que el poder siempre le perteneció. Esta semana en Tiananmen, entre misiles, drones y banderas rojas, China no evocó un final: anunció un principio. Un nuevo siglo. Un nuevo orden . Y sobre todo, un nuevo dueño.