Ochenta años después de su creación, Naciones Unidas se enfrenta a la paradoja de seguir siendo el foro más universal de la política internacional y, al mismo tiempo, el blanco de sospechas de irrelevancia. Es todavía la única mesa donde se sientan casi todos los gobiernos del planeta. Esta semana lo hicieron más de 140 líderes en la Asamblea General. 

Aunque la capacidad de la organización para transformar discursos en hechos concretos está más cuestionada que nunca.

La crisis es triple. En lo financiero, los atrasos en los aportes de los Estados miembros obligan a recortes drásticos en agencias claves, lo que erosiona la capacidad de Naciones Unidas de responder a emergencias humanitarias. 

En lo institucional, el Consejo de Seguridad continúa paralizado por los vetos de las potencias permanentes, lo que convierte cada conflicto -de Gaza a Ucrania- en un recordatorio de impotencia. 

Y en lo político, la avanzada de gobiernos nacionalistas y ultraderechistas ataca la esencia misma del multilateralismo, desafiando la noción de que existen normas y valores universales por encima de las soberanías.

Aun así, Naciones Unidas resiste

Lo prueba el hecho de que incluso quienes la critican con dureza -por ejemplo Donald Trump en su regreso triunfal- se sirven de su tribuna global para amplificar mensajes y ganar legitimidad. 

La institución se ha vuelto un espejo incómodo: refleja la fragmentación del mundo actual, pero también la persistencia de una necesidad básica de encuentro. La paradoja de este aniversario es esa: nunca fue tan cuestionada y nunca fue tan indispensable.

El futuro inmediato abre un interrogante mayor: la sucesión de António Guterres en 2027. Que los candidatos más fuertes sean Michelle Bachelet y Rafael Grossi, ambos latinoamericanos, indica hasta qué punto la organización busca revitalizar su legitimidad en nuevas regiones y quizá, con nuevas miradas. 

Una expresidenta con peso político global y un diplomático técnico con experiencia en negociaciones sensibles encarnan dos estilos distintos para un mismo desafío: rescatar a Naciones Unidas de su aparente irrelevancia. 

Además, que América Latina ocupe el centro de esta discusión es, en sí mismo, un hecho político: por primera vez en décadas, la región no aparece solo como espectadora de las disputas globales, sino como posible protagonista de su redefinición.

La Asamblea, sin embargo, no se definió solo por diagnósticos, sino por estilos. 

El líder norteamericano regresó al atril con la teatralidad de siempre: habló de un “sabotaje” en su teleprompter y en el sonido, y lo convirtió en conspiración política. Se autoproclamó pacificador de “siete guerras”, mientras embestía contra el propio organismo que lo escuchaba. Un show a medida: insultar al escenario para luego ocuparlo como protagonista. 

En cambio, Netanyahu terminó atrapado en la imagen más demoledora de la semana: defendiendo la ofensiva en Gaza frente a un salón semivacío

Su soledad fue más elocuente que sus mapas, y su discurso dejó en evidencia lo que ya nadie puede disimular: uno de los fracasos más graves de Naciones Unidas es su impotencia para detener la tragedia en la Franja de Gaza. Casi 70 mil muertos, resoluciones incumplidas, vetos que paralizan y una institución reducida a comentarista de una catástrofe que se desarrolla en tiempo real.

Otro registro fue el que eligió Lula da Silva. Con la autoridad de quien vuelve a ser voz del Sur, denunció el “genocidio” en Gaza y fustigó la parálisis del Consejo de Seguridad. Pero en los pasillos se mostró pragmático, incluso cordial con Trump. Una vez más, el brasileño dejó claro que entiende la diplomacia como el arte de decir una cosa en el atril y negociar otra en el café posterior

Quien no practicó el doble registro fue Javier Milei. Éste eligió la alineación explícita. Defendió a Israel, atacó a la burocracia multilateral, reivindicó Malvinas y volvió a Buenos Aires con la promesa de 20 mil millones de dólares en apoyo financiero estadounidense. Lo suyo no fue diplomacia, fue una transacción pura: respaldo político a cambio de “oxígeno económico”.

En paralelo, China aprovechó la Asamblea para proyectar un discurso de “cooperación global” que, traducido, significa llenar los vacíos que deja el repliegue de Estados Unidos. Y Rusia logró que se aprobara -con discreto apoyo- una resolución sobre reforma institucional, mostrando que todavía puede imponer su firma en la arquitectura de Naciones Unidas, aunque sea entre líneas.

Ochenta años después, el organismo ya no es el árbitro que dicta las reglas, pero sigue siendo la vidriera que todos usan. El mundo de 1945 necesitaba evitar otra guerra mundial. El de 2025 necesita gestionar un enjambre de crisis simultáneas -climáticas, humanitarias, tecnológicas- que ningún Estado puede resolver en soledad. 

Las decepciones son muy recientes: Naciones Unidas no logró frenar la guerra en Ucrania, ni detener el baño de sangre en Gaza, ni convencer a los nuevos nacionalismos de que el multilateralismo importa. Pero aun así, ningún otro foro convoca a tantos jefes de Estado en una semana. Esa es su fuerza y su condena: ser indispensable y a la vez insuficiente. 

Para sobrevivir deberá modernizarse. 

Porque a pesar de todas sus fallas, sigue siendo el único escenario donde el planeta puede mirarse al espejo.