Por estos días, el aeropuerto de Ezeiza luce colmado. Siempre. Cada día, a toda hora. No importa que el dólar aumente, que la incertidumbre del futuro laboral golpee la puerta o que las pantallas se inunden de malas noticias. Ni siquiera importa que la selección nacional no ofrezca garantías más allá de una zurda llena de magia. Acá no importa nada. Somos Argentina, y la seguimos adonde va. Hoy es Rusia, pero antes fue Brasil, y fue Sudáfrica, y fue Alemania y, pese a que nadie quiera acordarse, incluso hasta a Japón fueron miles de banderas albicelestes.

Porque no nos importa nada. Tal vez sea por eso que respaldamos tan poco al genio del fútbol mundial, que sólo y con una mochila de toneladas cruzó el Ecuador y nos puso de frente al mundo. En fin, aquí estamos. Los argentinos se distinguen fácilmente en las salas de embarque. Un gran porcentaje se sube al avión con la camiseta puesta y, si no la lleva consigo, igual se hace notar. Esos tipos son los que hablan más fuerte, aventurando resultados, imaginando cruces y rezándole al que siempre nos ayuda, aunque rara vez madruguemos.

Todo vuelo que parte desde nuestras tierras, se debe una escala. La ruta más elegida tiene nombre y apellido. No pretendan que las aerolíneas salgan de sus formalismos, pero todos sabemos que donde dice Buenos Aires-Barcelona, Barcelona-Moscú debería decir Buenos Aires-Lionel Messi, Lionel Messi-Moscú.

Tal como lo hizo el propio elenco de Jorge Sampaoli, el paso previo de los argentinos se da en la casa del diez. Su costado profesional, laboral, rutinario -y agreguen las descripciones que quieran- se sitúa en Barcelona. Mientras, su corazón se queda en Rosario, donde hace pocos días declaró que invariablemente se imagina.

Casi como si sonara un mandato tácito del capitán argentino, sus compatriotas antes de ir a Rusia aterrizan en El Prat. Es que Leo no será Gaudí pero es una pieza que el fútbol jamás quitará de la historia de su arquitectura. Se inspira en el Mediterráneo mejor que Serrat para inventar y cantar goles como ningún otro. Y algunos que duermen en la Rambla, antes que abra sus puertas el mercado de La Boquería, dicen que cuando se desvelan pasan por la Sagrada Familia y lo encuentran creando los milagros que surgen desde esta ciudad que grita independencia en cada vuelo de las aves de la Plaza Catalunya.

“Es como cuando el Diego jugaba en el Nápoli, que todos éramos hinchas del Nápoli. Bueno, ahora somos todos del Barsa. Y así como cuando juega el Nápoli todavía queremos que gane va a pasar dentro de unos años con el Barsa. Ojalá como Maradona, Messi levante la copa del mundo. Venimos a ver eso”, resume uno de los miles que pasa con la albiceleste y el diez en la espalda, antes de hacer el trámite en Migraciones.

Nuestra sociedad que goza de ser espectadora, y cede su lugar protagónico al oportunista de turno, entiende que también debe ocupar ese rol del otro lado del Atlántico. En tiempos en los que las mujeres nos invitan a sumarnos a su acción, los futboleros nos vamos volando, altos en el cielo, colgados en las alas de un crack que sueña con los pies en la tierra.