Consenso bajo amenaza. Eso le planteó Javier Milei a gobernadores y legisladores. Les tendió una mano, pero a la vez les mostró los dientes. En el acto de inauguración del período de sesiones ordinarias del Congreso, al que buscó darle un carácter refundacional para la Nación, Milei planteó, desde el discurso, su propio “vamos por todo”: guerra total a la casta. Pero al mismo tiempo convocó a la dirigencia política que supuestamente la compone a ser parte, con una oferta: si le aprueban la ley bases, se firma un nuevo acuerdo fiscal que necesitan las provincias, pero también la Nación. 

Ese proceso se coronaría con el “Pacto del 25 de Mayo”, la “sorpresa” del discurso: una convocatoria para firmar en Córdoba un compromiso de diez puntos -en la previa dio una pista al compararse con Moisés y los diez mandamientos- que van desde cuestiones fácilmente acordables, como el respeto a la propiedad privada y la necesidad de una nueva ley de coparticipación, a otras más discutibles como que las provincias deben habilitar la explotación de todos sus recursos naturales, la reforma laboral y la privatización al menos parcial del sistema jubilatorio.     

Desde lo discursivo, el mensaje fue que las condiciones las pone él y que si el resto de la dirigencia no se sube igualmente seguirá adelante con su plan de ajuste y licuadora. Pero al reabrir una instancia de negociación, admite, sin decirlo, una debilidad: necesita mayor sustento político. Los gobernadores de Juntos por el Cambio que fueron al Congreso, y que padecen los recortes de partidas nacionales, a la salida celebraron. Entre ellos el santafesino Maximiliano Pullaro: “Quiero destacar la convocatoria al diálogo y a un acuerdo nacional que realizó el presidente. Es el tiempo de escucharnos con respeto, sin imposiciones. Todos tenemos la oportunidad de impulsar el cambio que los argentinos reclaman y necesitan”.

Milei abrió la actividad legislativa ordinaria este viernes a la noche. (Cámara de Diputados de la Nación)

Durante la hora diez que duró el mensaje, leído de principio a fin, Milei fue Milei. Primero repitió números, reales y falsos o exagerados, sobre la “peor herencia de la historia”. Recurrió a figuras disruptivas para sustentar sus afirmaciones y su propósito declarado de reducir al mínimo posible las dimensiones del Estado, como por ejemplo que lo que se vivió en los últimos años fue una “orgía de gasto público”. Maltrató a gobernadores -repitió el concepto “degenerados fiscales” contra “argentinos de bien”-, legisladores -a los que acusó de hacerse “millonarios” con plata ajena-, sindicalistas, periodistas y medios “ensobrados”. Se autocelebró por lo hecho en materia macroeconómica y omitió referencias a la caída de ingresos de los sectores medios y bajos: ninguno de los anuncios presidenciales fueron en el sentido de revertir esa situación. Se adjudicó la baja de los homicidios en Rosario, como si el gobierno provincial no existiera.

Denunció despilfarro y corrupción en los tres poderes de Estado. Nombró, por primera vez, a Sergio Massa, Máximo Kirchner, Juan Grabois y Pablo Moyano como “jinetes del fracaso” y calificó el gobierno de Cristina Kirchner como “uno de los peores de la historia”. También nombró a Roberto Baradel, y así cerró un combo de enemigos que calza perfecto con los odios del 56 por ciento que lo votó en la segunda vueta. Dedicó, como siempre, un párrafo aparte para los radicales, cuando repudió la detención en Jujuy de dos personas por difundir en “chats privados” rumores sobre la infidelidad de la esposa del ex gobernador Gerardo Morales: dos veces dijo, “por si no escuchó por los aplausos”, que “ofende el silencio de los que se dicen republicanos”. 

En campaña permanente, Milei reforzó su prédica contra la dirigencia tradicional, cuyo desprestigio es, a la vez, el mayor activo político del presidente en un marco de penurias económicas crecientes para las que, al menos en lo inmediato, no tiene respuestas.

No hubo en el discurso precisiones en cuanto a decisiones económicas sobre las que se especulaba que les podía poner fecha como estrategia para plantear algo más además del ajuste. Una de ellas es la canasta de monedas, como eventual paso previo de una, también por ahora eventual, dolarización.

En cambio, sí planteó un paquete “anticasta” con medidas que en algunos casos apuntan a terminar con situaciones que también explican el desprestigio de la dirigencia tradicional y la elección de un presidente que pregona la antipolítica, como jubilaciones de privilegio, reelecciones indefinidas de líderes sindicales y el uso de aviones privados. 

Pero las mezcló con otras más vidriosas, como poner los convenios de trabajo por empresa por encima de los convenios colectivos por sector, el descuento de los días de paro a trabajadores estatales y la eliminación del financiamiento público de los partidos políticos, todo un riesgo por el peso que puede pasar a tener en los mismos los eventuales “financistas privados”.  

El presidente no parece dar lugar al debate. No está en su naturaleza. La transmisión televisiva fue coherente con esta línea: solo puso en foco al presidente y a quienes lo aplaudían. La oposición, que se mantuvo en calma pese a las diatribas en su contra, nunca apareció en pantalla. Como si el Congreso solo estuviera compuesto por las muy minoritarias bancadas de La Libertad Avanza.

El presidente Javier Milei en el Congreso de la Nación (EFE).

Milei dijo que los que se oponen a lo que él propone es porque “no quieren abandonar los privilegios del antiguo régimen”. El, como comandante de “las fuerzas del cielo”, se siente depositario de una misión histórica. Pero esa misión la tiene que cumplir en la tierra. Y en la tierra, el territorio, hay intereses contrapuestos, miradas diversas.

Milei volvió a descalificarlas, pero a la vez pareció entreabrirles una puerta al anunciar el reinicio de las negociaciones por la ley bases y el acuerdo fiscal con las provincias, para cerrar ese proceso con el Pacto del 25 de Mayo, una idea que sintoniza con la épica refundacional con la que pretende vestir a su gestión el mandatario libertario y que en algunos de sus puntos también es representativa de una prédica de años de los sectores que hoy se ubican en la oposición amigable.

El acuerdo Nación-provincias es una necesidad de los gobernadores pero también del presidente, que sabe que la paciencia de su electorado ante el ajuste no será eterna y que el superávit fiscal no es sostenible si solo se sostiene con motosierra y licuadora. 

La pregunta es si la inflexibilidad del discurso solo es acting o si se sostendrá en la mesa de negociaciones. Si es posible acordar hoy lo que no se acordó ayer. Si el consenso realmente tiene una oportunidad, o si las reuniones de gobernadores con ministros y los debates legislativos de las próximas semanas solo servirán para ganar algo más de tiempo, mientras la recesión avanza y la  motosierra y la licuadora ahondan el drama de millones de argentinos.