En el año 2012, la figura del femicidio se incorporó al Código Penal. Desde entonces, la norma agrava las penas en casos de homicidios por violencia de género.

Sin embargo, desafortunadamente, no podemos asegurar que acorde a este cambio legislativo, los hechos de violencia que tienen a las mujeres como víctimas hayan cesado o disminuido a partir de ese momento.

En algunos casos con consecuencias extremas como la tortura y la muerte, en otros con relaciones infernales plagadas de maltrato físico, violencia económica y hostigamiento psicológico, la violencia hacia las mujeres, aunque cercada y reglamentada, sigue viva.

En ese marco, lo que más alarma no es tanto la lentitud de la transformación social que ayude a parir hombres y mujeres menos machistas, como la falta de reflejos del Estado en sus diferentes niveles para hacer viable y posible lo que indica la ley.

Es decir, ya sabemos que los cambios culturales se toman su tiempo y que suelen venir a la rastra de leyes y ordenanzas; lo crítico es que ante cifras espeluznantes de malos tratos, violaciones y crímenes de mujeres, y aún contando con legislación apuntada a frenar este salvajismo, siga habiendo: irregularidad en la toma de las denuncias, botones de pánico que no funcionan, oídos sordos de jueces y fiscales a los reclamos de las víctimas, reiteradas desobediencias de los agresores a las disposiciones judiciales que no quedan registradas, falta de recursos para alojar a las víctimas mientras se sustancia el proceso, penas irrisorias que colocan a los (ya de por sí) vulnerables a merced de su victimario en corto tiempo, y sobre todo, una total incomprensión de parte de quienes deben aplicar la ley de qué significa nacer, crecer y vivir con miedo los siete días de la semana, las 24 horas del día.

¿Con qué unidad de medida se calcula el miedo de que un agresor nos vuelva a golpear? ¿Con qué vara se estima el dolor que causa no saber qué será de nosotros y nuestros hijos al día siguiente? ¿Hay alguien capaz de evaluar, sin mezquindad, el tamaño del terror que causa la frase “te tengo”, pintada por tu victimario en la puerta de tu casa?

Claro que una condena de tres años, para quien lleva sufriendo seis suena a migaja, más que a justicia, pero ¿y cuán menos injusta sería la condena de cuatro y medio que es la máxima estipulada en la ley para estos casos?

Por todo esto, son más que entendibles las lágrimas de Jésica, hoy en Tribunales. Y así como no hay pena o condena que se corresponda con el daño que sufrió, tampoco alcanzan las palabras para describir el dolor de su mirada.