El 17 de diciembre, fecha de nacimiento de Jorge Mario Bergoglio, ofrece una excusa perfecta para mirar hacia atrás como pretexto analítico. Porque recordar a Francisco hoy, además de ser un pequeño homenaje, es una forma de leer el presente. Este artículo no trata del Papa que fue, sino del Papa que es. De León XIV, su estilo, sus decisiones y cómo -en silencio- está reordenando un legado tan disruptivo como difícil de administrar.
El argentino aparece aquí como una referencia inevitable, porque solo a partir de su ausencia puede entenderse el nuevo estilo papal.
Desde que comenzó el pontificado del norteamericano el 8 de mayo de 2025 aparece en el escenario algo menos tangible pero políticamente relevante: la ausencia de la voz que incomodaba. La figura de Francisco, con su capacidad para irrumpir, tensionar y forzar debates, deja un vacío estilístico que León XIV no intenta llenar. No por incapacidad, sino por decisión. El contraste no es solo institucional. Es también emocional en términos de liderazgo global.
El flamante Papa elige conscientemente no parecerse y asumió con una prioridad clara: bajar la temperatura interna de la Iglesia. Sus primeros gestos fueron deliberadamente clásicos: recuperó signos litúrgicos tradicionales, reforzó el protocolo y restituyó una escena papal más institucional. No fue un detalle estético. Fue una señal hacia adentro: después de un pontificado que había desarmado formas para desplazar el centro de poder, éste decidió que la autoridad también se reconstruye reafirmando marcos.
Ese movimiento contrasta directamente con el argentino, que había hecho del quiebre simbólico una herramienta política. Su renuncia a los ornamentos, su decisión de vivir fuera del Palacio Apostólico y su lenguaje directo no fueron gestos espontáneos, sino una estrategia de poder orientada a correr a la iglesia hacia los márgenes del sistema global. Francisco entendió que, en un mundo desigual, el Papa debía incomodar más que tranquilizar.
En cambio, León XIV parece convencido de que hoy el problema no es la falta de incomodidad externa, sino el exceso de tensión interna. Por eso, una de sus primeras decisiones fue frenar la expansión de debates doctrinarios abiertos. No revirtió las disposiciones de Jorge Bergoglio como las orientaciones pastorales inclusivas, pero dejó en claro que no habrá nuevas ampliaciones ni reinterpretaciones. La prioridad es la cohesión interna.
Por ello, el nuevo pontifice redefine el uso de los sínodos, las asambleas de eclesiásticos para decidir sobre asuntos importantes de la fe. Durante la administración de Francisco, la sinodalidad funcionó como una herramienta de apertura política interna: los sínodos dejaron de ser espacios técnicos y pasaron a habilitar debates públicos sobre temas sensibles –rol de las mujeres, descentralización del poder, acompañamiento a personas LGBT+, autoridad episcopal– aun cuando no todos derivaran en reformas concretas.
Fue Jorge Bergoglio quien alentó ese proceso deliberadamente. Para él, visibilizar el conflicto era parte del cambio cultural que la Iglesia necesitaba atravesar. En cambio, León XIV hereda ese escenario, pero lo administra con otra lógica. No cancela la sinodalidad ni desautoriza los procesos abiertos, pero acota su alcance con agendas más delimitadas, conclusiones menos ambiguas y menor exposición mediática.
El sínodo deja de ser una caja de resonancia de tensiones y vuelve a funcionar como instrumento de gobernanza. Donde Francisco utilizó la sinodalidad para abrir preguntas, León XIV la utiliza para ordenar respuestas, convencido de que el mayor riesgo hoy no es la falta de debate, sino una Iglesia que no logra cerrar los ciclos que ya abrió.
La misma lógica se replica en el plano institucional. León XIV inició una revisión silenciosa de nombramientos clave, especialmente en diócesis estratégicas de Europa y Estados Unidos. Los perfiles elegidos responden a un patrón claro: experiencia administrativa, bajo nivel de exposición mediática y capacidad de gestión. Es una política de cuadros.
En cambio, Francisco había apostado por figuras disruptivas, provenientes de periferias geográficas y políticas, muchas veces incómodas para el equilibrio interno. El primer Papa latinoamericano había elegido empujar esos límites a sabiendas del costo político. Habilitó zonas grises y asumió la confrontación con sectores conservadores como parte del proceso reformista. Para él, el conflicto no era una amenaza, era un motor.
El flamante Papa también cambió la forma de intervenir en la política internacional. Éste mantiene una agenda global activa, pero modificó el lenguaje. Sus discursos sobre guerras, nacionalismo o uso de la religión para justificar violencia evitan referencias directas y nombres propios. El mensaje está, pero cuidadosamente envuelto en diplomacia. El objetivo es preservar al Vaticano como actor de mediación, no como voz acusatoria.
Mientras que Francisco no tuvo ese reparo. Señaló responsables, criticó modelos económicos y habló de migración y desigualdad con una crudeza que muchos líderes políticos evitaban. Esa franqueza le dio centralidad moral, pero también generó resistencias y cerró canales diplomáticos. León XIV parece decidido a reabrirlos, aún a costa de perder impacto simbólico.
Incluso la agenda contemporánea revela el giro. Robert Prevost puso el foco en inteligencia artificial, ética tecnológica y gobernanza digital. Son terrenos donde la Iglesia puede intervenir sin profundizar fracturas culturales internas. En cambio, Jorge Bergoglio había priorizado conflictos estructurales clásicos como pobreza, ecología, exclusión con un tono urgente y político. Es decir, el norteamericano amplía el temario, pero lo vuelve menos inflamable.
Aquí aparece, inevitablemente, esa ausencia inicial. Con el nuevo Papa hay orden, previsibilidad, estabilidad. Lo que ya no hay es esa incomodidad permanente que obligaba a reaccionar. Francisco interpelaba. León XIV administra. Uno empujaba el límite. El otro consolida el perímetro.
No se trata de un retroceso ni de una traición al legado. Es una relectura estratégica. El norteamericano parece haber concluido que el ciclo de la disrupción ya produjo todo lo que podía producir y que ahora el desafío es hacer viable ese legado sin que la Iglesia se fracture en el intento.
Si fue Francisco quien empujó la historia, es León XIV quien gestiona sus consecuencias. Y aunque el nuevo estilo resulte más estable, más ordenado y más gobernable, queda flotando una sensación difícil de ignorar: en un mundo cada vez más desigual y cínico, la falta de una voz que incomode también es un dato político.
Es posible que la apuesta por el equilibrio de Prevost resulte eficaz. Tal vez el tiempo termine validando esa estrategia. Pero el silencio que hoy ordena también revela, por contraste, cuánto pesaba aquella voz que no temía desafiar, provocar e incomodar. Y esa diferencia, más que cualquier reforma visible, es la marca más nítida del nuevo papado.