No llegó a pedir justicia por Javier, su hermano menor asesinado a balazos en la puerta de la casa de calle Edison al 800 en Villa Gobernador Galvez, cuando el domingo 21 de febrero comenzaba a anochecer.

A Marcelo la muerte lo sorprendió de la misma manera violenta que lo hizo con su familiar. A tan solo dos días y en el momento en el que participaba del último adiós a Javier.

La noticia me consternó. Hacía pocas horas el hombre, en pleno duelo, aceptó contar lo poco que sabía del asesinato de su hermano a las cámaras de El Tres.

Resignado, con una voz que denotaba la tristeza propia de quien pierde a un ser querido, Marcelo contó cómo era Javier y no entendía el porqué de las balas que le arrebataron la vida.

Hasta allí, una historia más. Un hecho como tantos otros que toca cubrir cada vez más seguido y donde no es raro que algún familiar o amigo comparta tal vez como catarsis, la manera violenta en la que matan a una persona cercana.

La diferencia esta vez es que quien contó un asesinato, hoy está muerto. Lo mataron.



En las estadísticas será un número más, pero para una familia son dos seres queridos menos. Una familia que tal vez por temor no vuelva a hablar y nunca puedan llegar a hacer ese primer pedido de justicia, al cual este martes se le sumó otro.

En el día a día, tener contacto con víctimas de diversos hechos hace que uno les pueda dar una palabra de aliento, aunque no alcance. Y eso pasó ese día en calle Edison. Tras apagar la cámara y seguir un momento más con quienes estaban en el lugar, quedó flotando la intención de volver una vez superado el momento más crudo del duelo para pedir justicia por una muerte que afirmaban no era merecida ni justa. Ninguna lo es.

Me quedo con la misma sensación que seguramente, quienes recorren las calles de ciudades cada vez más violentas y sin códigos, sientan. Esa sención de vacío y desazón por hechos evitables y que duelen como sociedad. Una sociedad harta de decir que está cansada pero que no ve soluciones en el corto plazo.