La lucha es de igual contra uno mismo

(Adrián Abonizio)

 

 

Salir. A caminar, tomar sol, ver la luna. A que el viento te dé en la cara, que la calle te sorprenda. Un rostro se te grabe para siempre. Sentir que el mundo está en movimiento.

Salir. Llevar la vida afuera. Romper la rutina. Que una cosa te lleve a la otra. Que aparezcan nuevas ideas. Las heridas sanen a puro aire fresco. Respirar libertad.

Vladimir Ilich Tao Tse Tung, el maestro taoísta leninista que inspira esta columna y a miles de personas en todo el mundo, creía experimentarlo. Desde que nació. Cualquier espacio cerrado era transitorio, cualquier espacio abierto también. La lógica misma de la vida, desde la primer respiración. El aire entró y salió. Y volvió a entrar y volvió a salir. Una y otra vez, hasta la última.

Pero para Gudi era más díficil. Al director de cine le costaba dejar el departamento que compartía con su madre. A lo sumo iba hasta la oficina que tenía al lado, en las torres gemelas de Martin Town. Entonces, ¿cómo iban a hacer para avanzar con el documental sobre esa Nueva York violenta y tormentosa como nunca antes, invadida ahora por las tropas federales que venían a normalizar lo que la policía local no había podido o querido?

El periodista Carlos Fardel, supervisor puesto por el proyecto Espacio Neoyorquino para asegurarse de que el subsidio estatal otorgado al film sirviera para algo más que para financiar los knishes que cocinaba la idishe mame de Gudi, estaba decidido. No se puede hablar de lo que no se conoce, viejo.

Gudi no se convencía. Si tenemos los diarios que ya cuentan todo y las imágenes de los noticieros. Pero Fardel no cedió, ni siquiera cuando la idishe mame de Gudi le propuso que se relajara y se tomara un té con su ya famoso strudel de manzana, un arma con el que se podría ganar una guerra sin disparar un solo tiro.

No hubo caso. Fardel le dijo a Gudi que había conseguido un auto, que cargara la cámara y el micrófono. Vladimir vio que su amigo daba muchas vueltas y se encargó él. Como el supervisor, estaba cansado de hablar y quería conocer el terreno.

La idea era ir hacia el sur. Llegar a The Flowers Town y Galvez Village. Recorrer los contornos de Nueva York, allí donde ya no se ve la sombra protectora de los edificios de la costa.

Fueron por Alem Street (bautizada así en homenaje al fundador del Partido Demócrata). Cuando cruzaron la avenida de las pizzerías Gudi dijo que tenía frío y empezó a temblar. Cuando llegaron al barrio TheTablet directamente pidió que pararan el auto, se bajo y vomitó los knishes, los vareñiques y el strudel que la madre le había hecho comer antes de salir, no fuera cosa que le agarrara hambre en esas tierras inhóspitas.

Fardel era demasiado buen tipo. Compasivo. Dijo algo contra "los enemigos del pueblo" (siempre se enojaba con los "enemigos del pueblo", y tenía razón), dobló por la calle Gabot y Costellot –allí vio por primera vez que se levantaba un edificio que luego fue una célebre Biblioteca–, y regresó hacia las Torres Gemelas de Martin Town. Mañana vamos para la gloriosa zona sur, dijo, y le guiñó un ojo a Vladimir. 

Se hizo un silencio que lo rompió la idhishe mame de Gudi cuando corrió a abrazar a su hijo apenas los tres entraron al departamento K del piso 17 de la Torre A. ¿Estás bien? ¿Estás bien? ¿Vos estás seguro que estás bien?

Gudi nunca había salido de los bulevares que demarcan el centro y el macrocento de Nueva York. Y temía. Al tránsito. Al hambre. A los virus. A la vejez. Al amor. A lo desconocido. A la muerte. 

Vladimir entendió: Gudi se había desafiado a sí mismo. A lo que de alguna manera había sido toda su vida, a lo que mamó. ¿Por qué sino un proyecto que llevaba a los márgenes cuando no podía dejar el centro? Estaba en ese combate. Un hombre que, sin pensarlo, se enfrenta con sus imposibilidades para que no frustren sus posibilidades. 

Era mucho más de lo que Fardel y Vladimir podían imaginar. Estaba en sus células. Y también en su conciencia. ¿Ustedes no leen los diarios?, decía. 

El resultado estaba abierto y el partido no pintaba fácil. Pero al menos las cosas estaban claras. Vencer el miedo, de eso se trata todo.