Todo pasa y todo queda

Antonio Machado

 

¿Cuánto dura el presente? ¿Cuándo es que empieza el futuro? ¿Cuándo lo que me está pasando se convierte en algo que ya pasó? ¿Ahora mismo?

¿Qué es el tiempo? ¿Existe realmente o es cierto que lo inventó un tipo que estaba cansado de su trabajo de oficina, de obedecer órdenes de otro, y se le ocurrió hacer un almanaque, festejar cumpleaños, fabricar globos, convidar chocolates, vender relojes, poner una agencia de turismo y se convirtió en multimillonario? 

Vladimir Ilich Tao Tse Tung, el maestro taoísta leninista que inspira esta columna y a miles de personas en todo el mundo, quería definir el hoy. Y no podía. Entonces, se desconocía. Se perdía en mares de pensamientos que no llevan a ningún lado. Y se angustiaba. Pero a la vez sentía un regodeo que lo llevaba a buscar más pensamientos.

Un sinsentido. Querer todo al mismo tiempo. O no querer nada cuando todo está a disposición. Se pone dura a veces la cosa. Y encima, esa música de Gershwin.

Entonces, ¿hay que irse? ¿Tienen que cambiar las circunstancias, el paisaje, y no uno mismo?

A Vladimir se le hizo más dificil de lo que pensaba dejar Nueva York. Y al mismo tiempo, sentía que no había tomado de allí tanto como de otros lugares de los que le resultó fácil irse, como París o Berlín. En esas ciudades se sintió feliz, en aprendizaje, pero tuvo que escapar de esa violencia e intolerancia que ganaba la Europa de entreguerras. Era de vida o muerte.

¿De qué escapaba ahora? ¿De él? ¿De la forma en que se construía a sí mismo? ¿Era volver a salir de viaje lo que lo iba a llevar a un nuevo presente? Y esa música de Gershwin en la cabeza.

Todo eso pensó Vladimir en la caminata desde donde se bajó de la línea B, en la esquina de la sede que el Jockey Club tiene en el centro, hasta la Fluvial Station de Nueva York, desde donde en ese entonces salían los barcos. Serán unos 600 o 700 metros. Algunos seguidores del maestro pugnan porque esa marca ingrese al libro Guiness como récord mundial de pensamientos en caminata. Pero esta columna sostiene que Vladimir no hubiera estado de acuerdo, que otras veces había pensado más cosas en menos tiempo. Pero además, creía que un hombre hasta el último día puede superarse a sí mismo, incluso en la estupidez.

Como fuera, cuando traspasó las puertas de la estación y pudo ver el muelle, se apagaron las preguntas. Allí estaba otra vez, gigante, blanquísimo, radiante el edificio fotante, el crucero Eugenio B, el mismo que lo había llevado al lugar adonde estaba en ese momento.

¿Cómo no creer entonces en el azar, en las sintonías y en dejarse llevar por un impulso?

Vladimir subió como si fuera un pasajero más. Don Bosta lo recibió, le tendió la mano y empezó el mismo speach: "Bienvenidos al Eugenio B, este arca de salvación y placer, permítame ver su número de camarote". Vladimir le mostró una mano vacía. Entonces sí, Don Bosta lo reconoció y lo abrazó.

¿Adónde vas?, le preguntó Don Bosta. Adonde pueda encapsular un poco el tiempo, contestó Vladimir. Estaba en el lugar indicado. Por un tiempo.