Martes 15 de octubre de 2013. El Pitu Fernández, vicepresidente de Central, me invitó a comer en el restó de Arroyo Seco antes del clásico del domingo siguiente. “Venite que se suma Miguel”, me dijo. Pasé a buscar a mis hijos por la escuela y los sumé al almuerzo. “Vamos a hablar con el prócer”, les dije. Eran días previos al primer clásico después del descenso y eso era todo un desafío a las emociones. Central, modesto y esforzado, jugaba contra un Ñuls, que venía de ser campeón con el Tata.
Le había hecho muchas notas antes. Su llegada a Central a finales de los 90, la gran victoria en el clásico del 23 de noviembre de 1997, habían posado en él el latido del hincha canalla que vio en Miguel mucho más que un técnico de fútbol.
Miguel nos mostró las instalaciones de Arroyo porque sugirió que era muy valioso que los socios e hinchas supieran lo que había allí. “Esto es Central, es algo muy grande”, decía mientras abría puertas de vestuarios, las habitaciones del hotel, las salas de reuniones, el lavadero y la sala de utilería, los consultorios, el gimnasio, etc.
A mí solo me interesaba el entusiasmo del DT antes de su primer clásico después del descenso. Como hincha necesitaba que me contara con confianza su estrategia para ganar el partido. En ese tiempo eran equipos desiguales, la calidad del Ñuls campeón contra la modesta formación canalla. ¿Cómo vas a hacer Miguel?, pregunté. No respondió. Sonrió y siguió contando su proyecto de reformas en Arroyo.
“Para ganar tenemos que ser grandes, en todos los rincones del club”, me dijo. “Todo cuenta, todo vale”, agregó. Cuatro días después, con goles de Donatti y el Sapito Encina, le ganamos al Ñuls campeón construyendo así un paso más en la paternidad sostenida por mucho tiempo.
A él le interesaba todo. Creímos siempre en Miguel, el gran hombre que nos hizo creer en nosotros mismos.



