La masacre policial en las favelas de Río de Janeiro –la más letal en la historia reciente del país–dejó más de 120 muertos y una certeza incómoda: el poder político en Brasil se está disputando hoy en el territorio. Lo que el gobierno del Estado presentó como un combate al crimen organizado fue, en realidad, una demostración de fuerza orientada a ocupar el centro del tablero del poder nacional.

Los resultados de una encuesta muy reciente de AtlasIntel confirman lo acertado de ese giro estratégico. La seguridad es hoy la prioridad número uno del electorado, y quien se muestre capaz de ejercerla sin titubeos captura el centro emocional de la política brasileña.

La policía lanzó una gran operación en dos favelas con el objetivo de arrestar a los cabecillas del Comando Vermelho (EFE)

Según este estudio, el 99 por ciento de la población adulta de Brasil está informada sobre la operación en Río de Janeiro. Lo cual es un número inusualmente alto. Y más del 60 por ciento no solo la aprueba, sino que reclama más acciones similares. En tanto, entre los habitantes de las favelas –que son quienes más sufren la inseguridad y el accionar de los grupos narco– más del 80 por ciento estuvo de acuerdo con la incursión estatal.

La criminalidad es hoy uno de los principales factores que determinan el voto y la derecha aparece como la corriente con mejores propuestas en seguridad pública. El gobernador bolsonarista de Río de Janeiro –abogado y ex músico religioso–Claudio Castro lo entendió perfectamente. 

Fue quien ordenó la operación en las favelas sin coordinación con el gobierno central. Lo desafió abiertamente y reclamó para sí el monopolio simbólico de la autoridad. Seguramente lo hizo pensando en su candidatura a senador en las elecciones del 2026 y con el cálculo frío de quien sabe que la violencia se traduce en legitimidad cuando el Estado se percibe impotente.

En tanto, el presidente Lula ha quedado atrapado en un dilema. Por un lado, si defiende los derechos humanos en un contexto de barbarie sistemática, queda expuesto a ser percibido como débil. Por otro, si impone una línea dura, lo acerca a la lógica política de sus adversarios. Es decir, pierde por izquierda si condena la violencia y pierde por derecha si la acompaña. 

Este contexto explica la ambigüedad de su discurso

Integrantes de la Policía de Río de Janeiro trasladan a un grupo de personas durante un operativo este martes, en Río de Janeiro (EFE)

Mientras la masacre ocurría, el presidente regresaba de una gira por el sudeste asiático, que incluyó una reunión con Donald Trump y una agenda diplomática cargada. Pero aun así, tardó más de 24 horas en reaccionar. Y cuando finalmente lo hizo no condenó la tragedia, sino expresó que no se puede “aceptar que el crimen organizado siga destruyendo familias y expandiendo la violencia por las ciudades”. 

Una respuesta tibia frente a una escena de barbarie que exigía liderazgo más que cautela. En la disputa por la agenda, el Gobierno llegó tarde y sin un discurso convincente. 

De todas maneras, había que actuar. Por eso enseguida el gobierno central remitió al Congreso un ambicioso proyecto de ley denominado “Ley Antifacciones”, que endurece las penas para grupos que operan como estructuras de dominio territorial y criminal , como el Comando Vermelho y el Primeiro Comando da Capital, con sanciones de hasta 30 años de prisión. 

Personas observan cuerpos sin vida en una calle este miércoles, en Río de Janeiro (EFE)

La iniciativa prevé también la creación de un Banco Nacional de Organizaciones Criminales, el bloqueo judicial acelerado de bienes vinculados al narcotráfico, y la potestad de intervenir empresas que financien a estas mafias. 

En la superficie, la ley busca demostrar el monopolio del Estado sobre la fuerza y reafirmar la legalidad. En el fondo, refleja la urgencia de Lula por recuperar la iniciativa política frente a una narrativa de seguridad dominada por sus rivales. 

En tanto, la dimensión internacional añade otra capa en esta lucha de poder. 

Una mujer llora sobre un cuerpo sin vida en una calle este miércoles, en Río de Janeiro (EFE)

La prensa brasileña reveló que el gobierno de Río de Janeiro entregó un dossier confidencial al consulado de Estados Unidos –a espaldas del ejecutivo nacional-–en el que acusa al Comando Vermelho de operar en territorio norteamericano y solicita cooperación política y militar reforzada. Una jugada institucionalmente grave: el gobernador salteó la diplomacia brasileña para hablar el lenguaje del poder con Washington.

El movimiento tiene doble propósito. Primero, intenta heredar la narrativa de seguridad de Bolsonaro, proyectándose como el nuevo líder de la derecha dura. Pero también busca blindar al gobernador Castro frente al proceso judicial que podría acortar su mandato: deberá explicar ante la Corte Suprema si la masacre violó protocolos básicos de derechos humanos. 

Además, se busca instalar como línea argumental en la derecha brasileña, en consonancia con la retórica trumpista,  que el Comando Vermelho debe ser designado oficialmente como “organización terrorista”. Ese encuadre, si prospera, permitiría militarizar la seguridad interna, flexibilizar controles judiciales y convertir al crimen organizado en enemigo político, no en sujeto penal. 

La tendencia es clara: hoy en Brasil la seguridad es política de poder y la población legitima a quien pueda gobernar un miedo que ya es permanente. El centro del tablero lo ocupará quien logre dominar esta narrativa.