El mito de la “pérdida del aprendizaje”

Cada año, cuando se acercan las vacaciones, reaparece la preocupación familiar: ¿los chicos se “olvidan todo” durante el verano? La evidencia muestra que puede haber un leve retroceso en habilidades de lectura y matemática, especialmente en contextos vulnerables. Pero eso no significa que el descanso sea perjudicial. De hecho, es un período clave para que el cerebro procese lo aprendido y recupere energías. El verdadero problema no es el receso en sí, sino la ausencia de experiencias significativas durante esas semanas.

El aprendizaje es un proceso continuo, pero no lineal. Necesita pausas, mezcla de estímulos, tiempos muertos, exploración libre y, sobre todo, bienestar emocional. Cuando los chicos descansan, regulan mejor la atención y vuelven al aula más receptivos. El verano puede ser una oportunidad enorme si se acompaña con actividades simples, sin convertirlo en una extensión forzada del calendario escolar.

Por qué el ocio activo sostiene la mente en movimiento

Los chicos no necesitan tareas escolares para mantener su cerebro funcionando. El ocio activo —ese que combina movimiento, juego, creatividad y vínculos— es mucho más efectivo. Leer un libro por placer, jugar juegos de mesa, resolver acertijos, participar de conversaciones familiares, armar fuertes, cocinar, explorar la naturaleza o incluso aburrirse un rato generan conexiones cognitivas tan valiosas como los ejercicios formales.

El juego libre sostiene funciones ejecutivas, lenguaje, pensamiento lógico y habilidades socioemocionales. Además, favorece la resolución de problemas y la toma de decisiones, dos pilares que luego repercuten directamente en el rendimiento académico. No hace falta planificar grandes actividades: lo que importa es ofrecer espacios y tiempo para experimentar sin apuro.

Rutinas flexibles que acompañan sin presionar

El verano invita a flexibilizar horarios, pero cierta estructura ayuda a que el día no se vuelva un caos. Dormir bien, mantener comidas ordenadas y tener pequeños rituales (lectura antes de dormir, una caminata diaria, un rato de juego sin pantallas) sostiene el bienestar y la atención.

La lectura compartida es uno de los hábitos más poderosos. Cuando un adulto lee con un chico, no solo transmite vocabulario y comprensión: muestra que la lectura es un acto afectivo, placentero y disponible. Otra actividad que rinde mucho es la cocina: seguir instrucciones, medir, calcular tiempos y comparar cantidades entrena matemáticas sin que nadie lo note. Los paseos también son oro puro. Observar el entorno, describirlo, hacer preguntas, registrar curiosidades… todo eso alimenta la comprensión y el pensamiento crítico.

Pantallas: ni demonio ni niñera

En verano las pantallas suelen incrementarse. No es el fin del mundo. La clave está en moderar tiempos, elegir contenidos de calidad y, sobre todo, intercalar momentos sin dispositivos. Un modo práctico de regular es establecer espacios libres de pantallas (mesas, dormitorios) y horarios definidos (tardes, después del juego físico). Compartir contenidos también ayuda: ver una película juntos y comentarla estimula comprensión y lenguaje.

El rol afectivo del descanso

No hay aprendizaje posible sin bienestar. El verano es un momento para reforzar vínculos, escuchar, conversar y acompañar emociones. Los chicos que sienten seguridad y contención vuelven al aula mejor predispuestos, con más confianza y motivación. El descanso no es un lujo: es parte del aprendizaje.

El verano no es un enemigo del aprendizaje. Es un terreno fértil, siempre que se llene de experiencias reales, tiempo compartido, juego, curiosidad y descanso genuino. No se trata de mantener “el ritmo escolar”, sino de cultivar el disfrute, la creatividad y la autonomía. Cuando llega marzo, los chicos que vivieron un verano activo en el mejor sentido —no sobrecargado, sino bien acompañado— regresan con una mente más despierta y un espíritu más liviano. Y eso, en educación, vale oro.