Es la mañana del 3 de febrero. El polvo y el humo de la pólvora todavía flotan en la zona que fue el campo de batalla. El sol gana altura y parece capaz de derretir todo lo que se interponga. En el patio del convento de San Lorenzo, los granaderos, agotados tras la marcha desde Buenos Aires y la lucha cuerpo a cuerpo, buscan refugio del calor. El ánimo es bueno, hasta hay palmadas de reconocimiento por lo hecho en los quince minutos furiosos de combate. Pero, al mismo tiempo, algunos sienten esa especie de vacío que sucede al cumplimiento del objetivo. ¿Y ahora qué?, es la pregunta. La respuesta no es difícil: todos tienen la certeza de que esto recién empieza.

Otra pregunta surca el comedor del monasterio, convertido en improvisado hospital de sangre. ¿Cuándo llegará el médico? El cura de Rosario, Julián Navarro, y los frailes que lo ayudan entienden que Dios y sus propios conocimientos no son suficientes para atender a los heridos. Sobre todo para calmar al capitán Justo Bermúdez, que, acostado sobre una mesa, se deshace de dolor por la herida de bala que prácticamente le destruyó una pierna.

En medio del griterío, los lamentos desesperados de los que hace unas horas expusieron su propio ser para que los realistas no llegaran al convento, dos frailes sacan el cuerpo de ese correntino de piel oscura que, el rumor empieza a correr, con la particular destreza que solo un gaucho puede tener, sacó al coronel del peso muerto del caballo sobre su pierna y le salvó la vida. 

El parte

San Martín toma distancia, busca algo de calma. Encuentra un pino ubicado no lejos de allí, se recuesta a su sombra. Está junto al teniente Mariano Necochea, a quien le pide que tome nota.

Llevará horas la tarea de confección del parte de la batalla, varias veces interrumpida por los informes que, a pedido del propio coronel, llegan desde el convento. Es que le obsesiona seguir enterado de los movimientos del enemigo y, además, quiere saber los resultados de las gestiones para el canje de prisioneros que ordenó realizar para que pueda volver el teniente Díaz Vélez.

En otro sector, cavan las fosas a donde irán a parar los cuerpos de los caídos. Ya avanzada la tarde, cuando el trabajo está listo, la mayoría de los granaderos se acerca para dar el último adiós a sus camaradas fallecidos en combate. Forman, suena el clarín, y alguno hasta ayuda con las primeras paladas de tierra que empiezan a ocultar esos cuerpos jóvenes, los primeros de un ejército en el que, con el correr de los años, la muerte cosechará de a miles. 

Domingo Porteau, Julián Alzogaray, Ramón Amador, Juan Gregorio Fredes, Juan Mateo Gálvez, José Manuel Díaz, José Márquez, Domingo Soriano Gurel, Blas Vargas y Juan Bautista Cabral son los nombres de esos muchachos. A la lista de muertos se agregarán luego soldados heridos que fallecieron en los días subisiguientes –Basilio Bustos, Januario Luna, Ramón Saavedra y Feliciano Sylvas– y finalmente los oficiales Bermúdez y Díaz Vélez. Un francés, un chileno, dos orientales, tres puntanos, dos porteños, dos cordobeses, dos riojanos, un santiagueño y dos correntinos, una muestra de la diversidad de los integrantes de un cuerpo cuyo fundador quería que representara a todas las Provincias Unidas. 

San Martín no se mueve del árbol en el que está junto a Necochea. Son demasiadas cosas en la cabeza y el jefe de los granaderos a caballo no puede esperar: está ansioso porque en Buenos Aires sepan de la victoria, de la forma en que condujo a esos valerosos hombres –muchos de los cuales hasta hace poco vagaban por los anchos descampados de las provincias sin sospechar que pasarían a formar parte de un ejército ejemplar– a un triunfo que considera fundacional, más allá de su valor militar.

De eso hablará en el parte; de cómo las tropas patriotas pudieron imponerse a un enemigo que las doblaban en número; de los muertos y heridos de un lado y del otro; del armamento arrebatado a los realistas. Luego hará algunos nombres propios: mencionará al “intrépido” Bouchard, a los heridos Bermúdez y Díaz Vélez, al cura Julián Navarro y hasta a los integrantes de las milicias rosarinas Vicente Mármol y Julián Corvera.

Nada dirá de la rodada en la que casi pierde la vida, del caballo caído sobre su pierna y de las heridas que, entre otras cosas, le impiden escribir de su propio puño y letra ese texto que ansía que parta cuanto antes a Buenos Aires. 

Tampoco de la acción del puntano Juan Bautista Baigorria y, sobre todo, de la de ese correntino de piel oscura que, sin saberlo, con su último aliento, golpeó con timidez, como pidiendo permiso, las puertas de la historia. Pero será el propio San Martín quien, no mucho después, dará la primera vuelta de llave para que esas puertas se abran para Juan Bautista Cabral. 


La omisión, el mártir

 

Es ya casi el fin del 3 de febrero, un día largo como ninguno. El teniente Necochea dobla y guarda el texto que le acaba de dictar San Martín y va, sin demoras, en busca de un caballo que esté bien descansado. En unos minutos comenzará a desandar el camino que terminó de recorrer hace menos de un día. Su misión: llevar con premura el informe de la victoria a Buenos Aires. Por las mismas postas, por los mismos pueblos que atravesaron los granaderos en su viaje hacia San Lorenzo, pasará con porte orgulloso y hará conocer la noticia del triunfo.

San Martín deja el árbol que le dio fresco y calma. Aún dolorido camina hacia el edificio del convento y sube una vez más al campanario. En lo que fue el campo de batalla se ven todavía las huellas de la lucha: hay cascos de los soldados enemigos, balas de cañón, pedazos de tela de los uniformes. Más allá de la barranca, empinada como en ningún otro tramo de su extenso recorrido, el río se muestra majestuoso, ayudado por el sol del atardecer que le da un tono dorado a sus aguas habitualmente marrones, y el paisaje que lo rodea expone toda su exhuberancia.

Allí siguen las naves españolas, ancladas, sin poder moverse. Allí el comandante de la escuadra realista, Rafael Ruiz, redacta su propio parte de la batalla, con un contenido absolutamente contrapuesto al del que viaja en manos de Necochea a Buenos Aires: la versión española sostiene, entre otras cosas, que la defensa de sus tropas ante el ataque de los granaderos fue “gloriosa”, lo que llevó a San Martín y sus hombres a retirarse “dejando el campo cubierto de muertos, heridos y algunos caballos”.

En algo coinciden, por omisión, ambos documentos: ninguno cuenta el episodio de la rodada de San Martín y la intervención de Cabral y Baigorria, aunque el español sí menciona –como al pasar– que San Martín fue herido.

Sin embargo, en el convento, el rumor sobre la acción del correntino de piel oscura empieza a correr entre los granaderos y los frailes. Incluso al rancherío, que parece haber revivido ahora que está superado el pánico por el desembarco español y la intensidad del combate, llegan los comentarios sobre cómo el coronel fue salvado de morir atrapado debajo de su caballo.

“¿Qué fue lo que dijo antes de morir?”, preguntan algunos ante la versión de que algo susurró ese soldado, primero al coronel, en el campo de batalla, y luego al padre Julián Navarro, en el hospital del convento, aún convertido en hospital de sangre. San Lorenzo, el relato de ese combate casi fugaz, empieza a tener un elemento fundamental para completar su carácter épico: un mártir.


Canje de prisioneros

 

Después de observar un rato los movimientos españoles, San Martín baja del campanario convencido de que no hay nada que temer esta noche. Sigue dolorido y está exhausto. 

Tras la extenuante marcha desde Buenos Aires a San Lorenzo, la tensión durante los preparativos, y de las marcas que la batalla dejó en su propio cuerpo, no quiere otra cosa que dormir, y va hacia el cuarto que los frailes le prepararon especialmente. Allí descansará como no lo hacía hace tiempo. 

A la mañana siguiente se pone a la cabeza de las negociaciones para concretar el canje de prisioneros que permitirá el regreso del teniente Díaz Vélez, que está malherido en manos de los españoles.

La habitación del convento en la que descansó San Martín luego de la batalla.

Acepta recibir en el convento al capitán Antonio Zabala, el mismo que condujo las tropas enemigas en el combate, y lo agasaja con un suculento desayuno, en el que los vinos españoles de los franciscanos no solo refrescan en medio de tanto calor; ponen sabor y también distensión. 

Parece mentira que dos hombres que 24 horas antes solo querían matarse uno al otro ahora derrochen cordialidad y expresen mutuo respeto. Pero son las cosas de la guerra. O, en todo caso, son las cosas de esta guerra donde no todos tienen claro para quién y para qué se pelea.

No hay dudas de que se cayeron bien. Tanto que el español le dice a San Martín que le gustaría pelear bajo sus órdenes, acaso el mejor elogio que un jefe militar puede recibir de alguien que lo acaba de enfrentar. 

En medio de tan buen clima se hace fácil acordar el canje de prisioneros. Pasado el mediodía Zabala se lleva carne fresca y otras provisiones que en los barcos realistas cotizan más que el oro en estos momentos, y un rato después desembarcan a Díaz Vélez, que se deshace de dolor, y a tres paraguayos que los españoles habían capturado mientras pescaban en el generoso río Paraná. Uno de ellos es José Félix Bogado, que se suma inmediatamente al regimiento de granaderos.

Casi a la misma hora llega desde Santa Fe el médico Manuel Rodríguez, quien partió a la medianoche anterior, enviado por el gobernador Luis Beruti apenas recibió el pedido del padre Julián Navarro. Sin tiempo para descanso, inmediatamente toma a su cargo la atención de los heridos.

San Martín lo saluda, le agradece la premura de su viaje y vuelve a su cuarto. Antes de una siesta necesaria, empieza a planear en su cabeza el regreso a Buenos Aires. Algo está claro: no quiere pasar desapercibido.

La noticia deseada

   

Al día siguiente, el 5 de febrero, el coronel despierta sobresaltado por un sueño. El recuerdo del combate vuelve a su cabeza. Está allí otra vez, en el campo de batalla, con la pierna atrapada por el caballo, sin poder moverse y rodeado de soldados enemigos. Ahora se acuerda de otra batalla, en otra época, en otro lugar y con otro uniforme. Fue en Arjonilla, Andalucía, en 1808, cuando era oficial del ejército español y comandaba una carga de la caballería andaluza contra los franceses. También entonces, rememora, un soldado le salvó la vida cuando encabezaba un grupo de soldados en pleno ataque. Busca en sus recuerdos el nombre.

Las coincidencias, piensa en las coincidencias. ¿Será el destino? Y en las paradojas. Aquel muchacho bien podría haber estado, aquí en San Lorenzo, del otro lado. ¿Cómo se llamaba? Juan, sí, Juan de Dios. Hasta se podría haber enfrentado con este otro muchacho que lo sacó de abajo del caballo. 

No, el coronel no quiere olvidos. Algo confundido por los recuerdos que se le mezclan y el dolor físico que aún persiste, manda a llamar a José Zapiola, encargado de reunir la información sobre los muertos y heridos, y le pide los datos de ese correntino de piel oscura cuyos restos ya descansan al lado de la huerta del convento. 

Pese a las dificultades en su brazo derecho, toma una pluma, un papel y anota. Nombre, apellido y la frase que le escuchó decir –en una mezcla que tenía más de guaraní que de español– en el campo de batalla, luego de recibir los disparos que finalmente acabaron con su vida. 

Esta mañana San Martín siente que no ha dormido y vuelve a la cama sin saber que, a la misma hora, Necochea entra a Buenos Aires y se dirige directamente hasta el fuerte para entregar el parte de la batalla.

Un rato después, una salva de artillería y un repique general de campanas anuncia al pueblo porteño la victoria de los granaderos. La noticia corre rápido y ya nadie parece recordar las sospechas sobre el jefe militar venido de España, al que algunos acusaban de ser un espía del enemigo.

El regreso

 

Esta vez el coronel pasa una noche tranquila, sin sobresaltos. Al amanecer, le plantea a sus oficiales que es tiempo de partir. Las naves realistas ya navegan aguas abajo de regreso a Montevideo y el peligro parece haber pasado para las poblaciones ubicadas a la vera del Paraná.

Antes de iniciar el viaje de vuelta a Buenos Aires, ordena repartir el botín de guerra y buena parte del armamento español recolectado queda en manos de los milicianos rosarinos al mando de Celedonio Escalada. En San Lorenzo, a cargo de los heridos, permanece Angel Pacheco. 

En cada posta, en cada pueblo, se celebra el paso de los victoriosos granaderos, que son tratados como héroes. Pero es al final de la travesía donde la euforia será mayor. Sí, finalmente San Martín se da por satisfecho: Buenos Aires lo recibe con honores y lo reconoce como estratega militar y también como patriota.

Los primeros días en la ciudad serán de descanso, de reencuentro y también de recoger los frutos de la buena siembra.

La necesidad de recuperarse de los golpes lo llevan a unos días de reposo, pero no muchos. Es que la fama ganada luego del triunfo de San Lorenzo provoca la salida de nuevos reclutas desde las provincias y, se sabe, el coronel no quiere perder detalle de la instrucción.

Las noticias lo llenan de entusiasmo: entre los que vienen, hay un contingente de las misiones, de Corrientes, de su tierra natal, esa que tiene en común un soldado que le salvó la vida.

Mientras tanto, el 27 de febrero, llega al gobierno el primer documento, elaborado por Zapiola, que menciona el correntino de piel oscura y lleva como título: “Regimiento de granaderos a caballo. Relación de los individuos de dicho regimiento que han muerto en la acción de San Lorenzo”. “Cabral, Juan Bautista Cabral, hijo de Francisco y de Carmen Robledo, natural de Saladas, en Corrientes, estado soltero”, se lee en ese texto, que incluye también a Bermúdez, fallecido en San Lorenzo el día 10, pero no a Díaz Vélez, que morirá tiempo después en Buenos Aires.

Ese mismo día, en su oficina del cuartel de Retiro, San Martín decide agregar una nota de su propio puño y letra. En ella pide una recompensa económica para las familias de los muertos en San Lorenzo. Y entonces escribe con trazo firme: “No puedo prescindir de recomendar particularmente a V.E. a la viuda del capitán D. Justo Bermúdez, que ha quedado desamparada con una criatura de pechos, como también a la familia del granadero Juan Bautista Cabral, natural de Corrientes, que atravesado el cuerpo con dos heridas”…

El coronel quiere usar las palabras justas. Busca en su chaqueta y encuentra el papel doblado con sus anotaciones después del sueño perturbado en San Lorenzo. Y vuelve la pluma al papel: …“no se le oyeron otros ayes que los de «¡viva la Patria, muero contento por haber batido a los enemigos!». Efectivamente a las pocas horas feneció, repitiendo las mismas palabras”.      

El reconocimiento

El 6 de marzo, el gobierno responde a la petición de San Martín con un decreto –publicado cuatro días después en La Gazeta– que prácticamente repite los argumentos del jefe de los granaderos.

“Considérense a viudas de los valientes soldados que han rendido su vida en defensa de la Patria, y escarmiento de piratas agresores, con las pensiones asignadas según sus clases, y muy principalmente a la viuda del capitán Bermúdez; fíjese en el cuartel de Granaderos un monumento que perpetúe recomendablemente la existencia del bravo granadero Juan Bautista Cabral en la memoria de sus camaradas, y publíquese este oficio con la adjunta nota en la Gaceta ministerial para noticia y satisfacción de las interesadas”, dice el texto del decreto en cuestión.

Si bien no lo conforma del todo, ya que por una cuestión legal la pensión, la ayuda económica, abarca solo a las familias de los casados –apenas tres entre los caídos en San Lorenzo, contando a Díaz Vélez que aún vivía cuando se firmó el decreto–, el reconocimiento para Cabral le parece importante a San Martín.

De alguna forma, significa también un respaldo a su propia figura. Cabral fue, para el gobierno, un “bravo” granadero. ¿Por qué? Porque lo dice el jefe.

Es, al fin de cuentas, la lógica militar, de la profesionalización militar, un ámbito donde la pirámide de mando no se discute y en el que San Martín se siente como pez en el agua. No le viene mal en momentos en que su regimiento está en franco crecimiento y él sueña con convertirlo en punta de lanza del proyecto independentista.

Como tampoco le vino mal la recompensa de mil pesos en efectivo que el gobierno estableció unos días antes para repartir entre los sobrevivientes del combate del 3 de febrero en San Lorenzo: el dinero siempre es un buen estímulo para los que tienen por delante empresas complicadas.

  

El relato

 

Todo es vertiginoso en este complejo proceso político-militar, donde el proyecto revolucionario tiene demasiados frentes abiertos y las intrigas consumen a sus protagonistas. Las buenas noticias por los triunfos de febrero –de San Martín en San Lorenzo y de Belgrano en Salta– se diluyen rápido y la posibilidad de que los realistas ataquen Buenos Aires desde Montevideo obliga a una reorganización militar que tendrá idas y vueltas que incluirán al jefe de los granaderos, que primero es designado al frente de la defensa de la capital y más tarde enviado al norte.

Como sea, nunca dejará de ocuparse personalmente de la instrucción de los nuevos reclutas y de la organización de ese cuerpo de caballería al que la victoria en su bautismo de fuego le da nuevos bríos.

Cuando los 260 jóvenes de las misiones que San Martín pidió especialmente llegan a Buenos Aires, puertas adentro del regimiento el relato sobre el correntino que dio su vida por salvar la del coronel es ya vox pópuli. Y no solo puertas adentro. 

Tal como lo pedía aquel decreto del gobierno que reconocía la “bravura” del muchacho de Saladas, en la entrada del cuartel se instala una tablazón en óvalo donde se inscribe la frase: “Al soldado Juan Bautista Cabral muerto en la acción de San Lorenzo el 3 de febrero de 1813. Sus compañeros le tributan esta memoria”.

No será el único homenaje. De aquí en más, por las tardes, a la hora de pasar lista, la tropa invocará su presencia con una fórmula que aún perdura: “Juan Bautista Cabral. Murió en el campo de honor pero vive en nuestros corazones. ¡Viva la Patria granaderos!”.

Así, el recuerdo de la figura del correntino de piel oscura se vuelve parte de la rutina misma de los cientos de muchachos que, llegados de distintas partes del país, componen ese ejército aún en formación.

Es eso, al fin de cuentas, lo que le da sentido a ese relato todavía fresco, que se transmite de boca en boca, que los que llevan más tiempo en el regimiento transmiten a los recién llegados.

Cabral ya es algo más que un simple muchacho con poca experiencia militar al que atravesaron dos balas en el campo de batalla. Es el ejemplo de lo que debe ser un soldado. Dar la vida por el jefe es mucho más que eso, es dar la vida por la Patria. 

Esa máxima no textual, que se transmitirá de generación en generación, ya se la grabaron los integrantes de los batallones que a fines de 1813 parten junto a San Martín hacia el norte, a engrosar las filas de los restos del Ejército de Belgrano tras las derrotas de Vicalpugio y Ayohuma. Pronto pasará lo mismo con los reclutas que se queden a continuar su formación en Buenos Aires.  

En las batallas se ganan y pierden muchas cosas. En San Lorenzo, los granaderos perdieron un puñado de soldados –un número insignificante si se lo compara con la cantidad de víctimas que tendrán de aquí en más, en su extenso derrotero, hasta que en Guayaquil San Martín decida dar un paso al costado–  y ganaron, además de prestigio y la consolidación de su jefe como referente del proceso independentista, un relato.

Por la “bravura” que le reconoce el propio gobierno, por méritos no detallados oficialmente aunque sí transmitidos en forma oral, Juan Bautista Cabral tiene en esa narración un lugar central.

Cabral es un mártir que muere por una causa, por un proyecto, que él ni siquiera alcanza a imaginar cuando susurra al oído del coronel aquellas palabras en mezcla de guaraní y castellano. Su historia es, en aquella otra más grande y abarcadora, un eslabón de una cadena.

Pero no cualquier eslabón. Es un eslabón fundante: no puede faltar. Si el correntino de piel oscura no hubiese saltado de caballo para sacar de abajo del suyo al jefe de los granaderos, y por lo tanto éste hubiera muerto en el campo de batalla, muy otra sería la historia de San Martín y, por lo tanto, de la patria de la que se lo proclamó, por cierto mucho después, padre.

¿Cómo hubiera recibido aquella Buenos Aires que desconfiaba de todo y de todos una noticia como esa? Acaso esa pregunta haya rondado por la cabeza del coronel triunfante en San Lorenzo cuando escribió el pedido al gobierno para que se ocupara de homenajear a su coterráneo. 

Lo cierto es que al hacerlo, y por lo tanto al sembrar la semilla Cabral en el jardín histórico de los argentinos, San Martín planta un ejemplo del deber ser para un Ejército que multiplicará de a cientos en las siguientes batallas el número de muertos de San Lorenzo.

Son cientos, miles de Cabral los que integrarán ese regimiento que se convertirá, a fin de cuentas, en la primera fuerza profesional del país. Muchachos de diferentes puntos de las Provincias Unidas que marcharán a una vida donde la muerte joven es algo demasiado probable. 

Lo que el relato sobre Juan Bautista consigue es dotar de un sentido a esas muertes. Son mártires, soldados de un proyecto de país que construye sus cimientos y también pone a allí a las víctimas de las batallas por la independencia.