1978

El calor y la humedad de marzo aprietan en el sótano del Servicio de Informaciones (SI), el principal centro clandestino de detención de Rosario y la provincia. Gustavo Actis es uno de los presos políticos en esa esquina de la Jefatura de Policía desde el 25 de noviembre de 1977. La patota de Agustín Feced, el jefe de la fuerza local, lo secuestró en la casa de sus suegros, junto a su mujer. Gustavo es un joven de 24 años, ya casado y recibido de ingeniero civil, con militancia en una agrupación de izquierda de la facultad. Lo arrestaron porque la inteligencia falló: lo confundieron con otro Actis, un dirigente sindical.

Pasaron cuatro meses de aquello, de los interrogatorios, de perderse en el tiempo en ese hueco del terrorismo de Estado. Lo bajaron de la planta baja, donde están las oficinas de los jefes del SI y la sala de tortura, al subsuelo. Allí está la mayoría de los detenidos-desaparecidos a la espera de ser trasladados a una cárcel y ser blanqueados (o no).

El sótano del Servicio no es una cárcel con celdas y rejas. Después de la escalera empieza un espacio en forma de ele, hay otras habitaciones más chicas ocupadas por las mujeres y un pequeño baño. Gustavo está en el lugar más grande, de hombres, que da a la ochava de San Lorenzo y Dorrego. Puede ver la calle por unas ventanas elevadas, al ras del piso, pero no salir. Los integrantes de la patota caminan entre los presos, no hay divisiones. Las condiciones en ese centro clandestino mejoraron desde 1976, la etapa más cruel de la represión ilegal, pero en cualquier momento los policías pueden bajar a los tiros, exigir algo o hacer una pregunta desconcertante.

Una madrugada, cerca de las 4, José “El Ciego” Lo Fiego, el más temible de los torturadores, se acerca al ingeniero Actis y le pregunta cuál sería el punto débil que podrían usar “subversivos” para atentar contra la transmisión del Mundial por televisión vía coaxial. El asesino reclama una respuesta en ese momento y cualquier cosa que Gustavo diga puede ser terrible (o no).

Para alternar ese estado de alerta permanente algunos leen o juegan al ajedrez. Gustavo también cocina para los detenidos, ahí mismo en el subsuelo. Pero un día le surge una necesidad mayor. Desea construir algo.

Casi sin pensarlo está imaginando una iglesia. El ingeniero agnóstico y socialista, de familia agnóstica y socialista, ya está haciendo números para las proporciones. No tiene lápiz pero dibuja en su cabeza. Hará una capilla con torre, columna y tríptico. Diseñará una estructura de madera y la recubrirá con palitos de fósforos. Usará el metro patrón para construir a escala. Será perfecta.

De a poco pide materiales a la visita –su mujer y sus suegros- y avanza con la obra. La patota mira y no entiende, le dicen que es una boludez, que qué mierda está haciendo y amenazan con destruirla. Gustavo sigue adelante: coloca diagonales interiores para que resista, incluye una ventana con una maderita. No la hace para terminarla, la hace para vivir.

Pasan tres meses. Ahora es junio y se viene la final del Mundial de Argentina contra Holanda. Hay rumores que van a trasladar a detenidos. Gustavo sabe que no le van a avisar y darle tiempo a que prepare sus cosas. Entonces apura la obra. La deja terminada y con una carta para que el guardia se la entregue a su suegro cuando vaya. Él diferencia a los policías verdugos, hijos de puta de los que tienen un poquito de corazón. Tiene suerte: ese sábado a la mañana que lo llevan a Coronda está de guardia uno de éstos últimos y el agente cumple con la entrega.

2016

Chancletas, bermudas y musculosa blanca. Eso usa Gustavo Actis en el balcón de su casa de Rodríguez al 2500 el sábado a la tarde de febrero en que su hijo Federico se prepara para sacarle una foto. A él y a su maqueta, que quedó en sus manos tras la muerte del suegro.

El ingeniero tiene un pincel y una lata de barniz para proteger a los palos de fósforos de la iglesia. Está emocionado, profundamente movilizado. Es la primera vez, después de 38 años, que vuelve a trabajar sobre la obra. “La veía siempre, era parte de la rutina, pero nunca volví a tener una relación directa desde lo material”, piensa. La situación lo remite a junio de 1978.

“No es simplemente darle con un pincelito a la maqueta, que lo hago en dos segundos, es tocar todo esto, conectar con algo de aquel momento pero ahora con mi hijo, en mi casa, en un lugar agradable, con luz, con las plantas que me gustan; tiene todo”, siente.

Pero no lo dice. Federico lo ve más bien concentrado y hace lo mismo. El fotógrafo y realizador audiovisual apenas le da unas indicaciones a su papá, mide la luz y registra. La maqueta siempre fue un objeto familiar para él. La veía con cierta fascinación en la casa de sus abuelos y hasta jugaba con ella de chico. Toda su vida, hasta este momento, pensó que su padre la había hecho en Coronda y no en el Servicio de Informaciones. Justo ese lugar que recorrió muchas veces en estos últimos tres años para hacer un documental.

Federico saca muchísimas fotos. Elige una en la que Gustavo mira la lente de una manera que lo define. La preferida del padre es otra: contempla y restaura la maqueta. Se trasluce algo más de afecto por el objeto.

(Gentileza Federico Actis)

“Cuando estuve detenido en Coronda –dice Gustavo- y después en la vieja Alcaidía, hasta el 30 de agosto de 1979, me acordaba de la maqueta. Era un buen recuerdo de ese lugar miserable, donde mucha gente pasó, lo asesinaron o desapareció. Algo que uno pudo crear, una pulsión de vida que también tiene que ver con el otro, hacer sentir bien a tu familia en ese momento de crisis”.

Al ingeniero no le gusta que le digan que es un milagro que la iglesia hecha de fósforos en un centro clandestino siga intacta 38 años después. “¿Por qué un milagro? ¡Está bien hecha!”, dice orgulloso. “No sé porqué una iglesia, es multicausal. Fue para agradecer a mi suegro, católico, que hizo mucho por mí. También puede haber algo de espiritual y místico”, ensaya.

Y agrega: “En física se llama la Teoría del caos. Somos producto del caos: por alguna razón estamos en un lugar del universo, en un planeta, no tan cercano y no tan lejano del sol como para no morirnos de calor o de frío. Llegamos hasta acá y somos fruto del caos. Por qué sobrevivió la maqueta, no sé. Por lo mismo que sobreviví yo y otros no”.

El próximo lunes 21, la foto –la que eligió el autor- formará parte de la muestra "La memoria en 40 imágenes". Es una de las actividades del Museo de la Memoria por el aniversario del golpe de Estado del 24 de marzo de 1976. “Me pareció fantástico hacerlo. ¿Por qué no contar esto?”, celebra Gustavo y sigue: “Es la primera vez que alguien lo significa desde afuera, que alguien lo toma, más allá de que Federico es mi hijo. Me generó una agradable sensación. Poder contarlo y usarlo contra una dictadura que reprimió a gran parte del pueblo argentino. No digo un símbolo de resistencia porque es demasiado grande para ponerlo así pero sí de haber apostado a la vida en un lugar de tanta muerte”.