Plena tarde en la ciudad. Jorge camina entre cientos de personas que, como él, se estarían dirigiendo a algún lugar. Bordea una plaza y observa un grupo de perros con bozal que juguetean. Imagina que deben encontrarse todos los días, a la misma hora, en el mismo lugar. También hay pájaros que se pelean por migajas y vuelan a la altura de los perros.

Dos bellas adolescentes caminan juntas, unidas por sus frágiles manos. Parecen libres y exhiben cristalinas sonrisas. A su lado pasa un hombre que las observa con expresión de horror. El individuo posee una larga nariz pez espada, que apunta directamente hacia las chicas.

Jorge continúa su marcha. Ingresa a un bar de paredes altas y luces bajas. Están las tres mesas de billar antiguas y el ya eterno grupo de sexagenarios jugando a los naipes. Los manipulan rápidamente, como si prepararan un truco de magia para matar el tiempo. Pero el tiempo ya está muerto allí.

Un anciano de camisa floreada y pantalones raídos se suma al grupo. Mientras camina y se ríe, la punta de su zapato derecho se va abriendo y cerrando, como una verdadera carcajada al destino. Mientras, Alfredo apura su bebida y enciende otro pucho. Julio mira de refilón hacia el televisor, que reproduce un partido de la B Metropolitana. El “Beto” insiste en que sigue siendo el novio de Cristina.

Jorge pide un cortado. Manotea el diario y lo hojea. Política. Economía. Sociedad. Deportes. Alguien recortó desprolijamente la sección dedicada al Turf. Pero es más interesante observar las paredes. La humedad como expresión artística, en la que pueden adivinarse diversas figuras creadas por la naturaleza. También hay un viejo reloj de madera. Está sucio y tiene dos agujas detenidas. Un símbolo del bar. Pero allá afuera la rutina continúa, con esas dos incesantes agujas del tiempo que se han clavado para siempre en el corazón del mundo.

Cae la tarde en la ciudad. Jorge toma el cortado, la mitad del vaso de soda, abona, saluda y se retira del bar. Sale a la vereda y una moto en contramano le da la bienvenida. El motociclista lo elude y aminora la marcha.

Ahora retoma su camino, en medio del ruido ensordecedor de la calle. Está en medio del cuerdo delirio. Quizá nunca pueda escapar de ello. Ni siquiera puede ver la trampa. O quizá la única respuesta está en el inminente anochecer, donde el sol comienza a arrastrarse como un gato naranja inmortal.