Después de 45 años, Liliana Heker decidió dejar de dar sus emblemáticos talleres de escritura, semilleros de escritores como Pablo Ramos e Inés Garland. Para la autora de "La fiesta ajena" –"el cuento perfecto", según el escritor rosarino Javier Núñez, que también pasó por el Club de Lectura–, es hora de volver a lo suyo, poner la energía en su propia pluma.

Heker publica desde los 17, pero ya desde antes, desde antes incluso de fundar la revista El escarabajo de oro con Abelardo Castillo, cuando "lo suyo" parecían ser los números y las fórmulas matemáticas y químicas, su cabeza estaba llena de palabras y escribir era una necesidad.

Hoy, a sus 79 años, la escritura sigue siendo un imperativo y una pasión, a la que le dedica el mayor esfuerzo y compromiso. Pero hubo un tiempo en el que pensó que era fácil, antes de hacer de la corrección, su método. 

–¿Estás dando taller?

El 2 de agosto inicié un sabático sin fecha de finalización. Quiero contarles: hace 45 años estoy dando al taller. Mucho, ¿no? Lo hice con mucha, pero muchísima, muchísima pasión. Puse el alma en eso y la verdad que me da mucha alegría porque han salido escritores maravillosos y amigos maravillosos porque todos siguen siendo grandes amigos míos.

El tipo de vínculo que se crea es único, pero, de verdad, a esta altura de mi vida –tengo 79 años, es mucho, ¿no?– quiero un poco reencontrarme con mi creación y necesito mucha energía creadora que realmente pongo en la obra de los otros. Fíjense que continuamente estoy conviviendo con 20 cuentos o novelas de otros, entonces quiero volver a convivir con mi propia creación. Así que respondiendo a la pregunta, en este momento, hoy, no estoy dando taller.

–La pregunta venía un poco a cuento de tu trayectoria en los talleres, porque vos fuiste una de las pioneras en un momento muy convulsionado del país, durante la dictadura. Y eran espacios de libertad en ese entonces. ¿En qué se han convertido esos talleres, teniendo en cuenta que no es la libertad la que está en cuestión?

–Yo no hablo de los talleres en general porque creo que cada uno es una experiencia singular que depende de quién lo coordina, de qué piensa de la literatura y cómo encara ese trabajo, y también de los que integran el grupo. Entonces, yo puedo hablar de mi experiencia dando taller y puedo asegurar que viene de una época, de los 60. Yo me inicié, sí, fundando con Abelardo Castillo El escarabajo de oro cuando era muy joven, tenía 17 años. Y en esa época para nosotros los talleres eran una mala palabra porque nos imaginamos, y no solo nos imaginamos, era así: eran institucionales, señores con corbata, señoras así muy arregladas, que no sé desde dónde deberían mandar pautas sobre cómo escribir.

Nosotros nos formamos en las mesas de los cafés discutiendo a Abelardo Castillo, Humberto Constantini y Ricardo Piglia, Miguel Briante... Grossa nuestra nuestra época. Uno de nosotros leía un cuento. Nos reuníamos nosotros con la gente de la revista en general los viernes en el Café Tortoni.

Escribíamos mucho y éramos implacables. Uno de nosotros –digo uno de nosotros porque eran casi todos nosotros, y la única que era mujer de ese grupo era yo–, leía un cuento y los demás criticábamos, pero de manera extrema. Creo que eso nos fue formando y esa es una formación que yo adquirí. Es decir, tomarse muy en serio ese trabajo, ese oficio que uno va adquiriendo, eso que uno tiene para decirles a los otros, esa búsqueda que realmente todos esos que formamos parte de esa generación encaramos con mucha pasión.

Cuando, en la época de la dictadura, como muchos de los que sobrevivimos y quedamos acá, me echaron por subversiva de mi trabajo, me llamaron del teatro IFT para coordinar a un taller. Debo decir que, en realidad, empecé no por pasión, empecé por necesidad de ganarme la vida, como podía en un lugar donde no me pedían antecedentes, que ese momento no hubiese conseguido trabajar.

Yo trabajaba como analista programadora de computación. Yo estudié Física. Empecé así. Pero descubrí la pasión, descubrí el trabajo, descubrí lo hermoso que es ayudar a otros a que descubran su propia herramienta dándo taller. Empecé a leer cuentos de otros autores para que fueran descubriendo los mecanismos: cómo se consigue un clima de tensión, cómo se consigue un efecto fuerte en el final, cómo se maneja un diálogo. Es lo fui descubriendo con el trabajo y me empezó a apasionar.

Y ya en ese primer grupo: 1978, plena dictadura militar, descubrí el otro sentido del taller, que era esa posibilidad que tenían los jóvenes de esa época de reunirse y encontrarse con sus pares y poder hablar de literatura, algo que nosotros habíamos ejercido con absoluta libertad en los años 60. Fíjense, yo lo cuento muchas veces porque para mí fue un descubrimiento. En ese grupo, además les digo, creo que eran siete varones y una sola chica, esa única chica era Silvia Schujer, la que resulta escritora. Tomaron caminos excelentes todos, pero la literatura, la única que se dedicó, fue Silvia Schujer.

–¿Te diste cuenta cuando la tenías ahí que la iba a romper?


–No se si me di cuenta que la iba a romper, el descubrimiento fue mucho más fuerte. En 1978, en ciertos sectores ni se hablaba de los desaparecidos, y Silvia leyó en ese taller un cuento en el que a través de un chico, uno se daba cuenta que habían ido a buscar a sus padres. Yo me di cuenta que eso lo podía hacer, eso que afuera estaba prohibido, lo podía hacer dentro de ese ámbito secreto, privado de un grupo donde había un ámbito de libertad. Descubí el trabajo mío de ayudar a otros y descubrí el sentido que en la época de la dictadura empezaron a tener los talleres: adentro se podía hablar, se podía trabajar en todo lo que estaba prohibido afuera. 

Ahora, lo curioso es que se terminó la dictadura y los talleres siguieron. Realmente son un fenómeno que después hemos exportado. Se dio con mucha fuerza y se sigue dando con mucha fuerza en Argentina.

Ahora el sentido que tiene, yo no puedo hablar del sentido que tienen los talleres en general. Algunos creen que se enseña, yo no creo que nadie le pueda enseñar a otro el oficio de escribir. Cada escritor aprende su oficio y en última instancia lo único que permite el taller es ayudar a que otro aprenda a ese oficio. Ese es el sentido que yo le doy.

–"La composición" se llamaba el cuento de Silvia...

No me acuerdo cómo se llamaba, pero me acuerdo muy bien de ese cuento y me acuerdo el impacto que me produjo a mí y seguramente a todos los escritores, a los jóvenes, que asistían a ese taller porque nunca se había tomado. Es decir, era algo nuevo horrorosamente nuevo para todos nosotros que todavía no había aparecido en la literatura. No había aparecido casi. Es decir, aparecía en las conversaciones de algunos de nosotros, pero no era un tema abierto, y que alguien hubiese podido... Además era un cuento muy bueno.

Yo no sé si me aprendí “Ah, ésta la rompe”, pero yo sabía que ahí había una escritora. Y la verdad sea ha dicha, es que no me equivoqué y Silvia es una escritora: escribió para chicos, escribió literatura para grandes y sigue siendo además de una gran persona, una escritora excelente.

–Mencionabas esto de “ganarse la vida”: ¿se puede vivir de la escritura?

Mejor no plantearse que uno va a vivir de la escritura. Uno tiene que escribir. ¿Sabes qué pasa? Si vos te planteás, “quiero ganarme la vida con la escritura”, puede ser que escribas en función de que se vende más, qué me está pidiendo el editor, qué me está pidiendo éste.

Yo siempre tuve que ganarme la vida, desde los 16 años ya daba clases de matemática, física, y química; antes ponía avisos en la panadería para dar a chicos de escuela primaria. Siempre tuve que ganarme la vida y siempre me las rebusqué: di clases, después hice cursos de computación, trabajé en computación, me echaron por subversiva y empecé a hacer traducciones y me acuerdo que en el 78 dije “bueno, éste es el último programa de computación que hago en mi vida, así tenga que vivir de la caza y de la pesca el resto de mi vida”.

Heker y vivir de la literatura.

Y ahí bueno, me llamaron del IFT, ahí descubrí los talleres... Es decir, empecé a ganarme la vida con los afines, ¿no? Es decir, ya dar taller implicó que estaba trabajando con algo, que es parte de mi oficio. A esta altura de mi vida, digo vivo de la literatura, sí, porque tengo el Premio Municipal, tengo el Premio Nacional, tengo una jubilación mínima y a veces me pagan derechos. Pero fíjate cuánto pasó para que yo pueda decir “sí, vivo de la literatura”.

Creo que uno tiene que vivir para eso que le apasiona que es la literatura, no pretender ganarse la vida con eso porque llega, a lo mejor, pero no siempre llega cuando uno quiere o cuando uno lo necesita. Si se da, es maravilloso; si no se da, la literatura sigue y uno tiene que encontrar mucho placer en lo que hace.

–Vos que empezaste a publicar tan chica, a los 17 años tu primer cuento, ¿cuándo te diste cuenta que escribir era un trabajo, que requería esfuerzo?

Después de haber escrito mi primer cuento. En mi primer cuento, como yo cuento muchas veces, lo escribí por amor propio porque en una de las reuniones y de El grillo de papel en el Café de los angelitos, los directores que eran Abelardo Castillo y Arnoldo Liberman...cuando yo digo Abelardo Castillo no se imaginen el enorme escritor que después fue. Tenía 24 años, era deslumbrante pero era un desconocido.

Pero los dos directores me habían pedido algunas de mis cosas porque querían publicarme algo en la revista. Yo estaba con mi carpeta en el Café de los angelitos y apareció un poeta, creo que era, al que llamaban El Gorrión y con absoluta falta de respeto agarró mis cosas y se puso a leerlas. Yo no sé las di, no me pidió permiso y después terminó ahí algo macho, así de los 60, torciendo un poco la boca, dijo “ah, sí, está bien, pero esto no es un cuento, en los cuentos la gente usa sombrero, fuma, tiene tos...”.

Yo quería matarlo. Quería matarlo porque ni le había pedido opinión, ni le había dado mis cosas para que las leyera, ni había pretendido escribir un cuento. Como no pude hacer lo que realmente hubiese querido, al día siguiente dije, “voy a escribir un cuento”. Quería demostrarme a mí misma, no este señor, a quien felizmente nunca volví a ver, que podía escribir.

Me senté en una máquina que era del novio de mi hermana, fue su marido durante 60 años, murió hace poquito. En esa máquina, que la tengo ahí, una Royal de 1948, me senté dispuesta a escribir un cuento sin haber escrito nunca un cuento y escribí la frase “a veces me da una risa”. Y seguí. Estaba descubriendo la ficción que es hablar desde la voz de otro, de otra en este caso, era hermoso. Me largué. De pronto digo, ¿y ahora cómo sigo?. Y leí lo último y digo, “ah, pero esto es un final”. Y era un final. Creo que era bueno el final. Gustó mucho, me la publicaron.

Yo pensé que la literatura era algo realmente muy fácil. Yo había escrito ese encuentro en una hora y ya me lo publicaban, lo publicaron de hecho. Después lo elogió (Ernesto) Sábato, lo elogió Beatriz Guido, me escribieron de México, un poco tenía que ver que pusieron que yo tenía 17 años, no es que fuera un gran cuento. Yo creía que era fácil, hasta tal punto que, una reunión que para mí fue muy inolvidable Abelardo Castillo y Arnoldo Liberman con sus novias habían sido invitados a la casa de Ernesto Sábato –sagrado– y me llevaron.

Y aparte Ernesto Sábato me dijo “muy bueno su cuento”. Y después para contrarrestar eso, Abelardo, me acuerdo que le preguntó “¿y no está Marito?”. “No –dijo, mirándome– a mí no me gusta que los chicos vengan a las fiestas de grande”. Me liquidó. Pero bueno, esas cosas me pasaban.

Lo cierto, es que aparece un tipo y resultó que era editor y me dijo que si yo tenía diez cuentos así, él me publicaba. Yo tenía ese cuento nada más, pero yo pensé –miren cómo se equivoca uno–, yo justo había terminado, ya había dado Química general, estaba en primer año de la facultad, y Análisis matemático en primera fecha. Me quedaba un mes de vacaciones, y yo pensé en diez días escribo diez cuentos, diez días más los reviso y después todavía me quedan diez días para disfrutar de las vacaciones. Bueno, ahí va la respuesta: no pude ni avanzar, me costó muchísimo. Y ahí me di cuenta que no era tan fácil, que a veces uno tiene que buscar mucho.

Después escribí ese cuento que se llama “Las amigas” y que está publicado en mi primer libro (Los que vieron la zarza, 1966). Pero ahí me di cuenta que la cosa hay que trabajarla, hay que buscarla, que a veces uno tiene una idea de un cuento y no sale, y hay veces –eso lo fui descubriendo– uno busca y está años aún para escribir eso que está buscando, y que ese trabajo, esa búsqueda, ese querer encontrar el sentido y el clima y el efecto que uno quiere causar, eso es lo hermoso del trabajo. Esa es la verdadera creación.

Yo siempre digo que para mí la primera versión de algo es nada más que un mal necesario, lo necesito para trabajar sobre eso. Para ir encontrando lo que quiero hacer: no, esta frase no, acá no va, este cuento empieza muy lento, ¿qué pasa si la saco? Y te das cuenta que te metés como por un tubo, esos descubrimientos que vas haciendo o que hay una palabra que uno está buscando: ¿brillo?, pero yo no quiero poner brillo, ¿será fulgor? Ah, es resplandor: la palabra, la música que yo busco es la de resplandor.

Esos descubrimientos son maravillosos y eso es lo que permite que el texto tenga toda o casi toda la riqueza que uno le puede dar. Uno llega hasta donde puede, pero ese es el trabajo, esa es la búsqueda y eso es realmente lo hermoso de este oficio, pero es lo que además ratifica, que esto es un oficio: es creación y es un oficio. Es algo que uno va trabajando y que en realidad uno no termina nunca de trabajarlo. Llega un momento que dice uno bueno, listo ya funciona y lo publica.

Pero vos fíjate: Borges, en sucesivas reediciones, siguió corrigiendo. Abelardo Castillo escribió su cuento súper antológico “La madre de Ernesto” a los 25 años. En la última edición de los cuentos reunidos, todavía le había hecho alguna corrección. Es decir, realmente uno nunca termina de corregir y eso es hermoso.

–El escritor rosarino Javier Núñez, dijo acá en el Club de Lectura que tu cuento La fiesta ajena es el cuento perfecto, ¿para vos cuál es el cuento perfecto?


–A ver un cuento perfecto para mí es “Matar a un niño”, de Stig Dagerman, un cuento perfecto es “¿Por qué no pueden decirte el porqué?, de (James) Purdy, un cuento perfecto es “Un día perfecto para el pez banana”, de J. D. Salinger. Qué sé, yo son cuentos extraordinarios, es decir, algunos cuentas de (Anton) Chejov como “La tristeza”.

Yo no sé si los llamaría perfectos, son cuentos excepcionales, son maravillosos. “El papá de Simón”, (Guy) de Maupassant. Son cuentos excepcionales en los que en diez páginas a lo mejor se puede dar todo el sentido oculto en una situación, toda la poesía o la crueldad...

Mis cuentos, son mis cuentos, algunos me gustan más que otros, pero si hablan de repercusión, sin duda de todo lo que escribí, el texto que tiene más repercusiones es “La fiesta ajena”, eso es un hecho.

Ahora, si vos me decís, yo qué sé, yo a mí, por ejemplo, un cuento mío, como “La noche del cometa” me gusta más. Pero mi opinión no sirve para nada de eso.

–Quiero llevarte a la correción de nuevo, Inés Garland decía que sos como un escáner que no se te escapa nada. Pero, ¿cuándo se pone el límite a esa corrección? Pensando también que tanta corrección puede modificar la esencia de un texto.

–Y además hay otro riesgo. Hay escritores, yo los he conocido... había un poeta excepcional en los años 60 que incluso ganó el Premio Casa de las Américas, pero no publicó nunca. Publicó ese libro, se exigía tanto que terminó no publicando.

Creo que uno tiene que encontrar ese equilibrio. Esa búsqueda extrema de perfección puede parecerse mucho al miedo de no exponerse. Entonces hay que encontrar ese límite. Uno de pronto dice, funciona, ya está.

En “La fiesta ajena”, por ejemplo, escuché una situación que contó un amigo de una nena que lloraba y no se por qué se me ocurrió una idea, era el germen de “La fiesta ajena” que no se llamaba así. Yo estuve muchos años sin poder escribir ese cuento. Es decir, lo intenté, lo intentaba y yo sentía que me salía un plomazo, esa es la verdad. No era lo que yo quería hacer. Hasta que finalmente lo pude hacer, pero pasaron muchos años.

Por eso, ese cuento que parece, a lo mejor, para quien lo lee, que está escrito de un tirón, porque yo sé que es un cuento que tiene gancho y que se lee de un tirón, pero no fue escrito de un tirón. Tardé mucho, mucho. El mono, por ejemplo, salió de una fiesta infantil de mi sobrino cuando era chiquito. Ese mono, por ejemplo, me abrió el cuento. Ciertas situaciones de pronto, te hacen sentir eso que yo decía “es un plomazo”, dejara de ser un plomazo. Es decir, en algún momento pude realmente escribir ese cuento y aún así...

Me encanta lo que decís de Inés Garland, pero la gente que se formó en mis talleres también son excelentes críticos y si yo quiero una opinión seguro voy a recurrir... cuando terminé La muerte de Dios, es una nouvelle y tenía algunas dudas y se lo di a Inés Garland y Azucena Galettini, que las dos son muy críticas, ¿no? Y me hicieron una devolución excelente.

Y este cuento, “La fiesta ajena”, al final me salió. Y lo leí en el taller y en ese momento era alumna mía otra persona maravillosa que murió hace uno o dos años, y que fue una maestra de literatura de adolescentes increíble, que era Margarita Roncarolo. Margarita venía en esa época al taller, dijo: “Sí, el cuento es muy bueno, pero a mí me parece que le falta algo en el final”. Y después lo volví a leer, y sí algo le faltaba. Y hay como una situación congelada, que yo lo agregué y yo sé que es parte del efecto.

Es decir, fíjate vos, me da risa lo que dice Inés que soy un escáner. Agradezco también esa actitud: algo que te hacen ver. A veces uno no ve algo o a lo mejor tarda mucho tiempo en verlo y una opinión de afuera te permite verlo.

En ese sentido yo siento que funciona la crítica y funcionan los talleres, esa mirada de afuera que no es cualquier mirada. Vos por ahí le preguntás a alguien muy cercano a vos y a lo mejor, o por exceso de afecto o por exceso de exigencia, todo eso lo proporciona la cercanía, no dice lo que hay que decir. Pero hay ciertas opiniones que dan en el clavo y esa opinión sobre el final de “La fiesta ajena”... Ella no me dijo qué le faltaba, ni sabía qué le faltaba, yo lo encontré, pero lo encontré por esa mirada tan precisa y tan generosa de afuera.

–¿Para qué escribís?

–No sé para qué, sé que es lo que quiero hacer. Y me lo planteé después un poco. Vamos al origen: yo era muy tímida de chica y además era muy pensadora, muy reflexiva. Sé perfectamente cuándo descubrí lo lindo que era escribir: fue en segundo grado. Nos dieron una lámina con una falta de imaginación absoluta porque había una señora, un señor, un nene, una nena, un perrito, una estupidez total, y teníamos que escribir sobre la lámina. Y yo de pronto me puse a inventar una historia con esa gente y me encantó hacerlo. Creo que ahí descubrí que me daba placer.

Se suponía que yo estaba destinada a las matemáticas. Leía como una condenada desde que era muy chiquita, pero se suponía que mi cualidad eran las matemáticas, pero mi placer, y lo empecé a descubrir muy temprano, era la escritura.

Entonces, yo me enamoraba, escribía versos, a los 13 años, horribles, lógico. Leía Juan Cristóbal que tenía diez tomos y empezaba a escribir una novela de diez tomos que se me terminaban en el tercer capítulo, por supuesto. Ahora, no me proponía ser escritora. Para mí escritores eran los otros, a los escritores uno los lee, a mí me gustaba escribir, no más que eso.

El oficio lo descubrí trabajando en eso, en la revista, ahí se discutía. Yo escribía cosas que me pasaban. El primer cuento lo escribí por amor propio, es decir, descubrí la ficción porque no podía fajar a un señor al que llamaban El Gorrión, entendés. Es decir, nunca me planteé para qué escribo. Siento que me completa, ahora.

Pero mi marido se suponía que estaba muy enfermo, ahora está genial, y de pronto dejé de escribir, perdió sentido para mí escribir. Y entonces ahora me encontré: existo como escritora para los otros, escriba más o no escriba más y me dije ¿qué quiero hacer? Y yo quiero escribir. Me gusta. Es lo más arriesgado. Escribir siempre es algo incierto, yo no sé si lo que ahora estoy buscando, voy a terminar haciéndolo, si va a ser lo que yo quiero o no, no lo sé. Es una incertidumbre. Tengo un montón de cosas que pueden ser más certeras: viajar es precioso, leer es hermoso. La escritura tiene más riesgos porque nunca sé si me va a salir lo que busco o no.

–¿Podés estar más sin escribir que sin leer?

–No se si puedo estar. Hay épocas que no escribo por distintas razones. Si yo estoy viajando, casi seguro que no escribo, o anoto cosas nomás. Leer, leo siempre. No puedo estar sin leer., Realmente, tengo que estar con un libro leyendo y a veces más de un libro.

No diría que no escribo, porque me he dado cuenta que alguien que escribe siempre anota algo en el diario, o contesta una carta, está escrbiendo. Lo que me ha pasado, en algunas épocas, es no poder anclar en nada. Hay momentos en que estoy a la deriva, no se qué escribir entonces voy girando por la escritura y no recalo en nada. Eso si dura un poco no pasa nada, si (se prolonga) me provoca cierta angustia.

¿Qué es estar escribiendo? Estar escribiendo no es estar ante la computadora o ante la máquina de escribir, escribiendo. Estar escribiendo es ya tener algo en la cabeza, de tal manera que una diga “ah, esto es lo que quiero escribir”. Por ahí voy caminando por la calle y se me ocurre una idea; me despierto en la madrugada y digo “ah, esto se resuelve así”. Eso para mí ya es estar escribiendo, cuando yo tengo un proyecto. O te ocurre algo y de pronto empieza a agregar un elemento a lo que estás escribiendo, eso para mí es estar escribiendo. Lo otro, es lo concreto, lo palpable: es sentarse y estar escribiendo. También es incierto porque ese principio o esa primera versión que hago, a lo mejor y casi seguro, está muy lejos de lo que quiero hacer.

Pero el estar tecleando o anotando a mano es solo una parte del estar escribiendo.

–En esos momentos en los que estás a la deriva, ¿tenés algún método o herramienta para salir de ahí? ¿Recurrís a algún libro, música?

–No, no, método no hay. Siempre se sale por un azar. Lo otro, recurrir a algún libro es parte del trabajo.

Cuando yo estaba escribiendo Don Juan de la Casa Blanca, que es una nouvelle sobre la relación de una mujer con su pareja que es alcohólico. Hay algo muy terrible dentro de esa casa, muy angustiante, y afuera estaba la primavera, esa sensación de que la vida ocurre afuera. Y yo quería dar un clima de primavera y no me salía. Y me acordé que cuando era muy jovencita, había leído El vino del estío, de Ray Bradbury, escritor enorme, que admiro.

Cuando yo empecé a leer El vino del estío sentí el verano, pero era una cosa muy fuerte, estaba el verano. Y entonces fui a El vino del estío y leí ese verano y pude escribir la primavera.

Yo creo que cuando uno está buscando algo en un libro porque piensa que ese libro va a aportar, es que ya está escribiendo. Ya estoy metida en algo. Si estoy bloqueada, de no dar pie con bola como quien dice, no. Si leo, leo, pero de pronto algo que estoy leyendo me abre la cabeza o algo que pasa. Hay algo muy azaroso, hablo de eso en La trastienda de la escritura. Siempre se ve que he salido pero nunca hay ninguna garantía que pueda salir. Pero mientras ocurre no tengo ninguna garantía.

Heker y sus recursos para salir de la deriva.

–¿Cómo te llevás con las nuevas plataformas? ¿Y cómo te llevás con el éxito?

–No me llevo, no tengo Facebook, no tengo Instagram no tengo nada de eso. Me apasiona desconectarme. Yo sé que hace falta la conexión, no soy una desconectada, pero de vez en cuando un poco de desconexión me gusta.

Mi sensación es que sí, da una difusión enorme, pero es demasiado efímera. Algo maravilloso que me está pasando es que me encuentro con adolescentes y me dicen que se impactaron con Zona de clivaje. Y esa adolescente que yo cuento es de los años 60 y se me ocurrió esa novela cuando yo tenía 20 años, la publiqué en el 87. Que siga diciéndole algo a alguien para mí es importante.

Heker y la desconexión total

–¿Cuáles son tus cinco libros indispensables?

 

–Cuando era chica leía todo: Sandokán, El príncipe valiente, Mujercitas. Estoy hecha de todas esos libros. Ahora, a los 12 años leí Los miserables (de Víctor Hugo) y yo sé que fue fundamental. Yo no sabía ni qué era opción, ni qué era ideología, pero sé que opté ideológicamente a los 12 años cuando leí Los miserables. En ese sentido me abrió la cabeza.

Otro libro fundamental, cuando tenía 14 y lo mencioné hace un momento, fue Juan Cristóbal. Juan Cristóbal es la vida de Juan Cristóbal, él es músico, y leyendo ese libro yo pensé que la única actividad para mí que tenía sentido era la creación artística. No estoy dotada para la música, amo la música. Y sin duda de ese descubrimiento, de ese deslumbramiento viene que yo haya decidido realmente escribir.

Cuando entré a la revista, que tenía 17 años, me marcaron tres autores de distinta manera: uno fue el teatro de (Henrik) Ibsen, ahí empecé a ver algo que me di cuenta que era importante en mi literatura que es la cuestión de la voluntad. Otro fue (Jean Paul) Sartre. Sartre realmente fue fundamental, entendí el mundo a través de Sartre, entendí mi época, muchas discusiones y debates, y discusiones conmigo misma. Y otro fue Thomas Mann, en particular Doktor Faustus.

Literalmente, tengo ese recuerdo que estaba estaba leyendo Doktor Faustus y me fui al aula magna de la facultad que estudiaba Física, estaba solitaria, estaba leyendo y yo sentí “Este libro me está abriendo la cabeza”. Animarse a pensarlo todo, eso es lo que le debo a Thomas Mann. Esos son libros fundamentales en mi formación, ahora estoy hecha de todo lo que le leí. La narrativa norteamericana, por ejemplo los grandes autores de Flannery O'connor o J. D. Salinger... todos los grandes narradores norteamericanos son fundamentales. Maupassant y Chéjov, vengo de esa narrativa. Desde que aprendí a leer a los seis años, siempre leo y me sigo deslumbrando con libros.

Ahora, un ex alumno mío, escritor divino, Manu Tacconi me trajo un libro de una autora canadiense que yo no conocía, que se llama Mavis Gallant y la descubrí. Una selección la había traducido Inés Garland y ahora estoy con las cuentas completos.

Yo amo a Alice Munro, gran escritora canadiense, y también a Margaret Atwood pero de pronto descubrí que tanto Alice Munro como Margaret Atwood la consideran una precursora, y la estoy descubriendo.

Descubrir autores es maravilloso. Y otra cosa es maravillosa es releer, porque cuando uno relee algo algo que leyó hace mucho, en realidad se está releyendo a sí mismo. Porque ya no es sos la misma persona y descubrís cosas que antes no habías descubierto.

Literalmente, tengo ese recuerdo que estaba estaba leyendo Doktor Faustus y me fui al aula magna de la facultad que estudiaba Física, estaba solitaria, estaba leyendo y yo sentí “Este libro me está abriendo la cabeza”. Animarse a pensarlo todo, eso es lo que le debo a Thomas Mann. Esos son libros fundamentales en mi formación, ahora estoy hecha de todo lo que le leí. La narrativa norteamericana, por ejemplo los grandes autores de Flannery O'connor o J. D. Salinger... todos los grandes narradores norteamericanos son fundamentales. Maupassant y Chéjov, vengo de esa narrativa. Desde que aprendí a leer a los seis años, siempre leo y me sigo deslumbrando con libros.

Heker: "Releer es releerse".

Ahora, un ex alumno mío, escritor divino, Manu Tacconi me trajo un libro de una autora canadiense que yo no conocía, que se llama Mavis Gallant y la descubrí. Una selección la había traducido Inés Garland y ahora estoy con las cuentas completos.

Yo amo a Alice Munro, gran escritora canadiense, y también a Margaret Atwood pero de pronto descubrí que tanto Alice Munro como Margaret Atwood la consideran una precursora, y la estoy descubriendo.

Descubrir autores es maravilloso. Y otra cosa es maravillosa es releer, porque cuando uno relee algo algo que leyó hace mucho, en realidad se está releyendo a sí mismo. Porque ya no es sos la misma persona y descubrís cosas que antes no habías descubierto.

De la misma manera, hay libros que fueron muy fuertes... por ejemplo yo traté de ir a Juan Cristóbal, lo tengo subrayado por mí en colorado y verde, y miraba y me preguntaba, ¿por qué subrayé esto? Me marcó en la adolescencia, pero después no.

En cambio, me acuerdo que yo había leído La boca del caballo (Joyce Cary) cuando tenía 20 años y me impactó. Me impactó ese artista de 68 años loco totalmente, pero lo leí hace unos años y me impactó de otra manera porque yo cuando lo leí a los 20 dije qué cosa loca, un creador a los 68 años está buscando... y cuando lo leí hace unos años me identifiqué de otra manera con ese autor. Entonces, releer es releerse y eso es algo realmente hermoso.

–Para terminar, ¿qué consejo le das a un escritor nuevo que se larga, hecho de todas esta slecturas, a veces de traducciones malas? ¿Cómo encontrar la voz propia?

–Escribiendo. Es decir, uno tiene una voz propia, uno tiene una visión del mundo. Uno está hecho de todo lo que leyó, pero al mismo tiempo, cuando escribe empieza a encontrar su propio mundo, sus propias obsesiones. Eso es lo que está en el fondo en realidad: expresar algo muy complejo que es lo que es uno. Lo podés verbalizar o no, pero tenés una idea de quién sos. Ahí uno empieza a encontrar su visión del mundo, su manera de contar. Lo otro es trabajo, es estar dispuesto a aceptar, que es un trabajo maravilloso, pero trabajo al fin.