Los cerros que rodean a Cúcuta se ven desde el aire como una alfombra verde arrugada. La cordillera de los Andes se divide en tres en Colombia y acá, en esta ciudad fronteriza con Venezuela, al noreste, se empieza a apagar el brazo oriental. El río Pamplonita divide a la ciudad en dos y el Táchira la separa del país vecino. Hay puentes que unen, como los internos de esta urbe dispersa, y otros que separan. El Simón Bolívar estuvo siete años cerrado y fue un símbolo de los desencuentros entre los gobiernos de las naciones hermanas. Es la principal vía terrestre y epicentro de la migración masiva y caótica de venezolanos. En Colombia se quedaron 2,5 millones en los últimos años. Hace apenas dos meses esa conexión cambió de lógica y se reabrió el paso de ambas puntas: la evolución de esa nueva apuesta implica un desafío humanitario para toda América Latina.
–Allá está mi pueblo y al lado la frontera con Venezuela –cuenta un pasajero del avión, señala por la ventanilla y dice que viene de visita desde Chile, a donde se fue hace unos años por trabajo–. Estoy bien allá pero lo peor es la soledad.
Entre las nubes se abre Cúcuta. Su avenida Malecón donde están los comercios y bares. Los barrios desparejos que crecieron como un dibujo a mano alzada. A los costados de los puentes fronterizos –además del Simón Bolívar, está el polémico Tienditas y otro menos transitado–, se esconden las trochas, los pasos no oficiales por donde circula el contrabando y caminan quienes huyen sin papeles.
Solo en esta región, el Norte de Santander, organismos internacionales estimaron que existen más de cien trochas. Cada una es un negocio que controlan grupos armados (narcos, paramilitares o exguerrilleros). Florecieron cuando los gobiernos de Juan Manuel Santos y de Nicolás Maduro tensionaron al extremo las diferencias y rompieron relaciones. La frontera se cerró en 2015.
Prohibir es regar el jardín de la ilegalidad y las mafias. La nueva gestión de Gustavo Petro busca revertir eso pero, avisan los conocedores del lugar, tiene “enemigos” poderosos.
Frontera viva
Sobre el puente, cada día desfilan 60 mil almas en ambas direcciones (“flujo pendular”, se llama) y unas mil se quedan del lado colombiano. Son familias completas. Niñas con uniforme escolar que son de un país y estudian en el otro. Madres que llevan a upa a sus hijos y cuando, de pronto, se les cae una ojota de un pie colgando deben enfrentar a ese hormigueo incesante, detenerse un segundo para recomponer el calzado y seguir.
–Permisito por favor.
–Siga, siga.
–Dele cantante, siga.
Parece que el tiempo se les acabara a todos.
Los maleteros o "caleteros" hacen su negocio diario a las corridas y cargados hasta lo inverosímil (ver video). Algunos con carritos, otros con zorras portabultos y hasta usan sus cabezas de soporte. Yosbel tiene 19 años, es venezolano pero vive del lado cafetero. Cobra entre 10 mil y 15 mil pesos colombianos el viaje (dos o tres dólares), y hasta 20 mil si puede.
En promedio, con tres pasadas paga la noche en la pieza sobre La Parada, el barrio que está pegado al puente Simón Bolívar, y algo de comida. El resto de los cruces de los 315 metros de largo del puente es ganancia. Tendría que invertir 40 mil pesos en un uniforme y otros 10 mil en un carné pero todavía no lo hizo. El riesgo, cuenta, es que la Policía se lo lleve y quede demorado o lo hagan “limpiar” algún puesto oficial, como le pasó a unos amigos el día anterior.
Sobre el puente también circula lo inentendible a primera vista. Como ese señor con dos barras de telgopor rotas bajo el brazo. El más inútil de los tráficos, ante la mirada fría de la Policía Nacional con sus agentes de verde militar.
La novedad para quienes conocen estas dinámicas son los camiones con cargas, que volvieron a circular. Eran cinco por lado hace dos meses, ya son 25. De Colombia salen con comida y de Venezuela vienen insumos industriales. Faltan, aún, los vehículos particulares. Hay una promesa para dar ese paso a inicios de 2023.
El movimiento intenso es una buena noticia. A gran escala, para regularizar las relaciones entre los dos países. Y a pequeña, para los puesteros que ofrecen gaseosas, recargas de celular, compra y venta de dólares y bocados a “3 x 1000”. Los acentos, como el amarillo, azul y rojo de las banderas, se fusionan en este ir y venir.
En el peor momento de la salida o éxodo, el flujo en la frontera era de 90% de venezolanos que cruzaban y solo 10% colombianos que salían. Hoy se equilibró y está en un 60% a 40%, resume un vocero de Migraciones que cuida sus palabras al extremo para no dañar las relaciones diplomáticas. Por lo bajo, reconoce: “Controlar una frontera terrestre como esta es imposible. Ni Estados Unidos puede con toda su tecnología”.
Trochas y contrabando
–Allá, atrás de aquel auto, nace una trocha. Y de aquel lado hay otra más.
–¿A dónde?
–Ahí donde están aquellos árboles. Tienen nombres. Esa se llama Los Mangos.
Rafael Sulbarán es un periodista venezolano que hace cinco años dejó su tierra. Vive en Bogotá, es uno de los 2,5 millones que se quedaron en el país vecino y de los 6 millones que permanecen en el continente. Rafael conoce las trochas, esos caminos sin ley (o la ley del más fuerte). Realizó varias investigaciones sobre la migración. Una se detiene en un fenómeno más que sensible: los chicos y las chicas que cruzan solos (se los denomina “Menores no acompañados”). Quedan expuestos a la hostilidad de la frontera. La de Ángela, una adolescente embarazada que fue violada por una banda de trata, es apenas una muestra.
El puente Simón Bolívar se abrió hace más de dos meses, el 26 de septiembre pasado, por el acercamiento de los presidentes Petro y Maduro. De a poco buscan normalizar ese paso. La normalidad sería eso: poder ir y venir sin barreras ni caer en manos de grupos mafiosos. Pero los procesos de cambio no son sencillos.
"Nosotros abrimos la frontera. Podría ser una posibilidad de prosperidad. Al cabo de un mes por allí solo han pasado 2,5 millones de dólares en productos. ¿Y el resto dónde están pasando?”, se preguntó el propio Petro y denunció: “La economía sigue pasando por la trocha porque allí uniformados, funcionarios de allá y de acá, están cobrando la comisión. ¿Así vamos a construir la paz?”.
Según la ONG del Observatorio de Violencia de Fundaredes, existen más de 400 pasos irregulares en los 2.200 kilómetros de frontera entre ambos países.
Dato mata xenofobia
Migrar y moverse es un derecho (antiquísimo, por otro lado) y no un delito. Pero algunos países persiguen a las personas que cruzan de forma irregular o que salen eyectados por urgencias o persecuciones. Otros, como intenta hacer Colombia ahora, desarrollan planes de integración. No es sólo solidaridad y empatía con el otro. Estudios internacionales indican que por cada peso invertido en migración, esa población devuelve el doble en aportes, trabajo y consumo.
Paula Rossiasco, economista e investigadora del Banco Mundial, compartió información vital sobre la importancia de regularizar (y no expulsar o estigmatizar) a los migrantes. Dato 1: atender una emergencia en salud es diez veces más caro para un gobierno que incluir a una persona en el sistema oficial y habilitar la prevención.
Dato 2: un migrante agrega demanda al mercado local, consumo y dinamiza la economía. Eso desmiente un temor extendido (y que sustenta la xenofobia) resumido en la frase: “Nos vienen a sacar nuestro trabajo”. La regularización aumenta entre un 31% y un 60% el consumo per cápita. Ese estatus cambia también la proyección a futuro (y por lo tanto sus patrones de conducta, su apuesta a la comunidad en la que vive).
En cambio, no regularizar cuesta. Crea economías ilegales: desde el tráfico de personas a las redes de documentación falsa, entre muchas otras variantes. Esa marginalidad, además, deteriora el mercado laboral y las condiciones de vida de toda la sociedad, explicó Rossiasco en el taller “Historias que van y vienen: ¿cómo investigar y comunicar la migración?” organizado por la Fundación Gabo y realizado en Cúcuta esta semana que pasó.
Otro mito vincula a los migrantes con la inseguridad cuando las estadísticas de delitos no respaldan esa afirmación en la mayoría de los casos.
Integrarse, una salida posible
Del millón de habitantes que tiene Cúcuta, 100 mil son venezolanos que se establecieron. Otros cientos de miles bajan para Bogotá o siguen a Bucaramanga y más allá, hasta el temible Tapón del Darién, la frontera norte con Panamá. Una selva que parte América Latina con Centroamérica y por donde miles emprenden una peregrinación salvaje y riesgosa.
Todos los días colombianos, venezolanos, ecuatorianos, cubanos, haitianos e incluso africanos y asiáticos se arriesgan a seis días de travesía. El objetivo final suele ser Estados Unidos. Algunos salen pero no llegan. Forman parte del difuso universo de “migrantes desaparecidos”, como los jóvenes que se meten como polizones en barcos y nunca se sabe más nada de ellos.
Otros en lugar de subir, bajan. Van para Ecuador o Perú, segundo país de destino con casi 1,5 millón de personas, según la Plataforma R4V que suma refugiados, migrantes y solicitantes de asilo venezolanos reportados por los gobiernos. Argentina aparece octava en ese listado con 171 mil. En el Gran Rosario hay cerca de 4.500, afirmó a este medio la presidenta de la Asociación Civil de Venezolanos en Rosario, Milagros Marcano.
Marcano explicó que hubo una primera ola de personas que llegaron en avión y se instalaron en la ciudad. Después, empezaron a sumarse desde otras vías y por otras formas. Incluso algunas atravesaron la zona de San Antonio del Táchira (Venezuela) hacia Villa del Rosario (Colombia) a pie, el paso fronterizo más intenso de la región.
En mayo pasado, Cúcuta abrió un Centro Intégrate que unifica los procesos para regularizar migrantes. Reciben unas 60 consultas por día y realizaron cinco mil trámites desde la apertura de su oficina en lo que fue una cárcel de mujeres. La mitad ya tiene sus documentos y accedió a servicios estatales. En cambio, el 15% del total se presentó sin papeles: venían de las trochas. En ese caso, se inicia un pedido de asilo político. A la semana se les entrega un salvoconducto que les permite acceder a salud gratis pero no trabajar de manera formal.
Esa falta de regularización, como explicó Rossiasco, alimenta por ejemplo la “zona de tolerancia” del Parque Mercedes, donde 400 mujeres, casi todas venezolanas, se someten a la explotación sexual. Hay chicas de 15 años y mujeres de 60, hay desde profesionales a embarazadas con discapacidades, resumió un equipo periodístico del diario local La Opinión.
Como la cordillera que nace allá en el sur y se estira hasta el norte, las migraciones surcan el continente y modifican las sociedades. Debatir cómo lo hacen, es decir cómo se integran y enriquecen las culturas y economías, es parte del desafío de un presente que se mueve.
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