Sabrina Ferrarese

Todavía no puede ver su “ángel”, aunque sabe que su nombre es el del mensajero bíblico. Viene a contar su propia historia que también es la de un nacimiento, porque aunque Gabriel tiene 28 años, hoy siente que empieza a dar los primeros pasos de una nueva vida, del otro lado de las paredes donde el sol entra por todos lados. Quiere que queden atrás sus días en el búnker, en aquella casilla donde vendió drogas para un narco de la villa rosarina en la que vivía a lo largo de 6 meses, atraído por la “plata sucia” y la cocaína de acceso fácil. Esta es la historia que, a condición de que no se lo filmara ni fotografiara, le contó a Rosario3.com, que lo contactó a través de un programa de reinserción social.

Tal como publicó Rosario3.com, hasta el 12 de julio de este año, se realizaron en la provincia 150 allanamientos policiales en los denominados bunkers y se apresó a un total de 180 personas, 122 hombres, 42 mujeres y 16 niños. Gabriel es uno de los tantos jóvenes que el narcotráfico recluta para su negocio millonario. En diálogo con
este medio, contó sobre su paso por uno de estos espacios de comercialización de estupefacientes que brotaron de a decenas en los márgenes de la ciudad, inaugurando una nueva forma de explotación a los menos favorecidos.

El quiosco para la venta de drogas lo construyó con sus propias manos, con “paredes de 30, de unos 3 por 2 metros”, muy cerca de su propia casa. “Lo reforcé con fierros y columnas, le hice una ventanita con un chapón que se corre, del tamaño de la mano”, para realizar por allí el intercambio, detalló. El búnker fue su lugar de trabajo por 6 meses hasta que se hartó, según dijo, de drogarse y meterse en los bolsillos “plata sucia” que juntaba con una paga de 250 pesos por día. Con más odio que miedo, y en compañía de algunos amigos encapuchados, molió a golpes la fortaleza. Y fue un Papá Noel muy particular: “No soportaba más ver ese lugar”, justificó y observó ante la peligrosidad de su acción: “Es gente pesada pero si les demostrás miedo es peor. Hay que ser más fuerte que ellos. Le reventamos el búnker y repartimos los bagayos (las drogas) y la plata entre todo el barrio”, soltó con una sonrisa de satisfacción.

Entre la construcción del búnker y su destrucción, este joven que sólo llegó a 4º grado y hoy  intenta cambiar su rumbo, pasó entre 8 y 12 horas por día encerrado, vendiendo marihuana y cocaína para un narco del barrio al que le respondía con una ganancia de hasta 8 mil pesos cada jornada. “Estaba sin trabajo y un custodio – también llamado soldadito, vigila el búnker armado– me ofreció esto porque a mí me gustaba la falopa. Me enganché y me
llevaba plata y droga también. Me estaba arruinando más”, admitió.

“Te dejaban un fierro al lado de la mercadería, un cuadernito para que anotés lo que vas vendiendo y lo que iba quedando. Después controlaban y se llevaban la guita”, reveló sobre el funcionamiento del kiosco. “Te dejan la plata para la tarjeta de teléfono para que te comuniques con ellos y la plata para la comida pero yo no podía salir, había un custodio afuera y si le tiraba algo me hacía el mandado. A veces comía, a veces me cagaba de hambre. La primera vez lo hice a la mañana y la última vez que abandoné estuve más de 16 horas solo y encerrado”,
agregó.

¿Qué hacía tantas horas encerrado un joven adicto rodeado de drogas? Gabriel hizo memoria: “La primera vez me la revoló mal, estaba pateando todo pero la segunda vez, me calmé, me traje una radio para despabilarme. Jodía con el celular, hacía llamadas, mandaba mensajes a mis amigos. Si no, caminaba por las paredes de los nervios que tenía”, indicó. Sin embargo, de acuerdo a lo que expuso, no disponía de demasiado tiempo libre: “Tenía una silla, una cama y un inodoro. Me sentaba pero venían a cada rato. “Ey amigo”, escuchaba y era alguien
que venía a comprar. Así, todo el tiempo”, describió.

Del otro lado, pasaron hombres, mujeres e incluso niños. “Veía a la gente conocida que venía a comprar, pero ellos no me veían a mí y yo cambiaba la voz”, señaló. Así, desde la penumbra logró reconocer a vecinos, “muchas mujeres y también pibitos de 10 y 12 años”, lamentó.

Miedo

Entrar, permanecer y salir del búnker puede ser fatal. “Traicioneros”,“polis” e incluso los mismos compradores resultan peligrosos para quien atiende un quiosco de drogas. Gabriel lo entendió enseguida y desde el primer momento tuvo una coartada: “Yo iba con una pala y un balde para chapear de albañil. Igual, el riesgo lo corrés vos”,
observó. A pesar de las capas de ladrillos y las aberturas mínimas, tenía miedo durante aquellas horas interminables: “Te puede venir la policía o un par de piernas a robar o podés correr el riesgo de que
cuando salís te coman el cuerpo”, explicó y descartó por completo que haya tenido protección de sus empleadores.

Sin embargo, de acuerdo a lo que aseguró, el mayor temor que sintió tuvo que ver con su propia reputación en el barrio. “Una vez llegó el rumor de que laburaba ahí y tuve que abandonar”, dijo y reconoció que fueron su madre y amigos cercanos los que le tendieron un salvoconducto. “Estaba muy mal por todo lo que pasaba y un día me
dejaron encerrado en el búnker. Me sentí solo y desprotegido. Fue mi último día”, comentó. Desde entonces, intenta mantenerse lejos del consumo y más cerca de sus familiares.

Quinceañeras

Como en cualquier empresa, hay rotación de funciones. Así, una vez que comprobaron la eficiencia de Gabriel para la venta, dispusieron que hiciera la custodia del búnker, un trabajo más expuesto ya que debía permanecer las 8 horas acordadas afuera, armado y con un celular en la mano. “Ya estaba quemado en el barrio. Me quedaba parado y vigilaba que nadie se hiciera el atrevido”, contó.

Cuidaba a dos chicas de 14 y 15 años. “No lo podía creer”, se sinceró al referirse al momento en que se enteró que debía ser soldadito de dos “pibitas”. “Estaban siempre juntas, eran un desastre. Una tomaba (se drogaba) pero la otra no”, relató y confió en que también fue esta situación la que lo hizo recapacitar sobre lo que estaba haciendo.

El árbol y los frutos

Gabriel admitió que fue su adicción la que lo condujo a desempeñarse en un quiosco de drogas. “Yo casi terminé siendo como un encargado porque manejaba todo pero lo rechacé, lo hice poniendo mucha voluntad. Me estaba haciendo muy mal”, confesó y añadió a modo de comparación: “Uno cuando se envicia es como un árbol que plantás y empieza a fluir pero da un mal fruto. Te enviciaste y no podes salir”, remató.

“Quiero que saquen todos los quioscos que hay, no quiero verlos más”, repitió varias veces. “Que limpien Rosario, están matando gente por la droga”, subrayó y acusó: “Existe una cadena de policías, jueces y abogados, mucha gente enredada en esto. Hay arreglos que les permiten funcionar”.

Sin ladrillos que tapen el horizonte, Gabriel confía en reconstruirse. Tal como si fuese una casa, con puertas y ventanas tan grandes que toda la luz posible pueda colarse en el interior.