Lic. Ricardo P. Salvador
Podría pensarse que el diálogo, como una de esas cosas intrínsecas de lo humano, es una categoría tan universal que hablar de diálogo en el ámbito escolar sería casi lo mismo que hacerlo respecto de cualquier otro ámbito. Ni más importante, ni menos, pero merece una reflexión siempre actual, sobre todo en estos tiempos de vértigo y arrasante virtualidad en que la tecnología es intermediaria de los diálogos de más variado tenor e intimidad.
Es que la escuela es (o debe ser) esencialmente un instrumento de socialización, y si de enseñanza, de enseñanza en función de esa socialización, de una inserción en el mundo del trabajo, de la vida cívica, de los estudios superiores y de la continuidad que el sujeto elija para sí. Socialización imposible sin el diálogo.
Lo primero que uno piensa es el diálogo de los alumnos con sus pares, el diálogo con los docentes y con toda la comunidad escolar. Y sin duda es importante. Como espacio de conocerse mutuamente, y en el que se conocen los propios tiempos, las propias necesidades y a sí mismo como los tiempos, necesidades del otro: se conoce al otro. Más: mediante el diálogo se construye la persona, no sólo social sino individualmente.
Desde el punto de vista didáctico esto último es de vital importancia porque el conocer, conocerse y ser reconocido abren y despiertan en el que aprende las dimensiones más variadas del aprendizaje en toda su amplitud: social, individual, de conocimientos y destrezas y de disposiciones emocionales, todos en primer lugar.
No propiciar la apertura de esas dimensiones cambia las premisas del juego y justamente, el aprendizaje que es en última instancia un juego, deja de serlo y así deja de ser aprendizaje en todas sus posibilidades. Y así como cuando el diálogo falta en cuestiones personales, aquí también se levanta un muro hecho de prejuicios e imaginación (qué lástima, la imaginación “está” para otra cosa), y la libertad natural del que aprende para ensayar, arriesgar, preguntar (aunque parezcan tonterías), exponerse, se ve reemplazada por el cálculo casi permanente del efecto de sus actos (¿qué pensará el profesor si se da cuenta de que no entiendo? ¿de que no sé..?). Se atenta contra el desinterés por la actividad, por el tema y por la aventura de aprender.
El error, compañero de viaje para toda la vida, en la escuela cobra especial importancia. Aparente contradicción, donde uno debe sacar “10”, el error es un aliado insustituible e ineludible. Puede ser ignorado, castigado, condenado, o ser una oportunidad de descubrimiento de condiciones, supuestos, y causas por las que apareció en escena y dando cuenta de ello, conjurar el error iluminar la situación (con la luz del conocimiento?) y dar un paso adelante. El la escuela (el aula) es el espacio protegido en que esto puede pasar si median las condiciones para un diálogo libre y confiado propiciado tanto con el docente y con sus pares, como hacia adentro, propiciando (enseñando) la tolerancia al propio error, a la vez que paciencia, perseverancia y una serenidad confiada en sí mismo.
Volviendo a ese diálogo de carácter más íntimo y menos perceptible, del que el que aprende es (y debe ser) consciente en la medida que se ejercita y sumamente valioso con el paso del tiempo. Ese que surge cuando un alumno aprende, o lo intenta. Un diálogo entre él y las cosas, los problemas, las palabras y las dudas. Entre lo que ya conoce (y sabe hacer) y lo desconocido de una explicación, un texto que no se deja estudiar... Es una interacción intrínseca al acto de aprender en el que el alumno necesita estar a la escucha de la situación de aprendizaje, hacerle lugar en sí para que ocurra transformación que es aprender, y al mismo tiempo decir, aplicar, poner en actos eso que nuevo que ahora sabe, o aprendió a hacer. Y darse, en medio del vértigo que muchas veces transitamos, tiempo para que todo esto ocurra... como en esas charlas con alguien que queremos, donde el tiempo desaparece y todo se transforma.
Una dimensión vital en que aparece el diálogo en la escuela, y el enseñar y aprender: el diálogo entre pares, entre los mismos alumnos y el docente, donde, como en un contrapunto polifónico, solapado y sin fin, éstos últimos apuestan a enseñar y cumplir los acuerdos institucionales y los otros tratan de ser buenos en lo suyo (o no quedar en el camino) y aprender... a pesar de que los prejuicios cierren los ojos y las cabezas, las broncas aturdan y no dejen escuchar al otro, y las a veces pobres condiciones socacavan las fuerzas para poner todo de sí para enseñar y dejar de lado todo de sí para estar abierto a las interminables demandas de conocimiento y reconocimiento.
Estamos cerca de una fecha, el 12 de octubre, que en todas las escuelas se recuerda de alguna manera, y es sin duda otro de tantos ejemplos históricos de un diálogo que no fue.
Qué bueno sería recuperar el diálogo, especie de virtud social, más allá de las palabras, en actos.
El primer diálogo, con los otros, que constituye como persona; el diálogo con las cosas, el estudio, el saber, el hacer, el sentir y el aprendizaje; y el diálogo con uno mismo en el que se construye la autonomía y madurez como estudiantes, como docentes y, de nuevo (como en las idas y vueltas del diálogo), como personas.


