La historia criminal argentina contó como un pibito de 8 años torturaba a principios del siglo XX a niños hasta que aprendió a matarlos. Lo apodaron el Petiso Orejudo, se llamaba Cayetano Santos Godino, intentó estudiarse en él su maldad y horrible perversión. Cómo es que un niño disfrutaba de torturar y matar a sus víctimas. La historia psiquiátrica de los últimos 100 años intentó delinear palabras justas para estos episodios. Por qué un niño es capaz de matar a otro niño.

En países como en EE.UU. por el bullying escolar, el resentimiento que genera la exclusión o en culturas donde el odio racial impone lo suyo. Un chico con un arma entra a un aula y asesina a sus compañeros como si fuera un video game. Se recuerda en Gran Bretaña en los 90 cuando dos niños de 10 años secuestraron, torturaron y asesinaron a otro de dos. Cuando el juez les preguntó por qué lo habían hecho. “No lo sé”, dijeron. No había palabras en su niñez que pudieran explicar el episodio.

En estas calles el asunto es sórdido y práctico. Niños con armas (nada más que armas) hacen carrera delictiva trabajando por el mundo adulto del narcodelito. Llegan tiran y se van. No importa quien muere y claro que tampoco importa mucho quien mata. El hecho existe y es parte de la pelea de un narconegocio que regula precio, distribución y rentabilidad con el plomo ardiente de una 9 milímetros.

Los niños matan y mueren

Auri tenía 6 años y fue acribillada a balazos este año junto a sus padres. Una niña hermosa en todos sus sentidos, describieron sus docentes del Jardín Sapo Pepe. Vivimos en una ciudad donde maestras jardineras deben despedir a una alumna acribillada por las balas del barrio.

El 23 de abril otro bebe fue muerto por las balas del narcodelito. Sus padres dentro un brillante Audi negro A4. Los sicarios bajan de un auto blanco y en 5 segundos terminan con la historia familiar. Muere el conductor del Audio y su bebe. “Se matan entre ellos”, dice la burocracia del estado con las uñas largas de la mano derecha. (Para tocar mejor la guitarra o rascarse mejor la entrepierna).

Los asesinos, llegan se bajan de sus motos o autos, disparan y se van. Siempre se van.

La vereda en la puerta de casa es propiedad del peligro y la muerte. En mayo una nena de 9 años fue herida de bala: “Los chicos quieren salir a jugar, no entienden que no pueden”, aconsejan sus padres. Lo mismo en clubes de barrio. Si hay balaceras, todos al piso, dicen los profes. Vivimos en una ciudad donde los técnicos de futbol le enseñan a sus jugadores esquivar las balas del barrio.

No hay cuero duro, una beba de un año y medio asesinada. Aprenden lo que es la violencia antes de decir mamá o papá.

Esta violencia ya no duele: la costumbre, la cruel repetición va sedimentando. Las muertes se acumulan y no hay nadie dispuesto a patear ningún tablero. En el departamento Rosario mataron a 18 chicos en lo que va del año.

Tres de las víctimas eran bebés y otra, una nena de 6 años. Todos quedaron en medio de la línea de disparos contra familiares. Además, once adolescentes fueron asesinados. Uno de ellos fue encontrado con las manos atadas y 9 balazos dentro del cuerpo.

Sus asesinos también pueden ser niños. Hasta no hace mucho los menores delincuentes eran resultado de una cruel estrategia criminal. Pibes que después de cometer delitos podía escabullirse de la penalidad. Nadie iba preso. Los menores se usan con logística para la impunidad. Hoy el asunto es el caldo espeso de una escuela áspera. Vivimos en una ciudad donde a los niños les es más fácil aprenden a gatillar que entender el sujeto y predicado.

Los “wapos traketeros” o en este caso los “Picudos”, brazo armado de menores baratos de la gavilla delictiva más popular de Rosario, usan fierros como herramienta de laburo y como un accesorio de la moda adolescente. La identidad cultural de una bomba detonada. “Soy estas llantas (zapatillas) esta gorra, esta pilcha, estos tatuajes, estos piercing, esta plata, esta moto y este fierro”. La frase nada poética de un trap que entre todos armamos.

“Sos rebobo amigo”, dijo una mujer de 25 años cuando discutía con un adolescente de 14. Había amanecido en el barrio volvían de una noche larga. La discusión se originó porque la mujer le reprochaba al menos que no juegue con el arma porque había chicos en la calle. “Que pasa si le pegan a un pibe? Sos rebobo, amigo”, fue lo último que dijo. A los pocos minutos la mujer apareció acribillada por el arma juguete que tenia en su poder el adolescente.

“Llegamos tarde”, dijo en su momento el Fiscal Adrian Spelta. “Tenemos que actuar desde otros ámbitos”.

Para el sacerdote Fabian Belay, integrante de la Pastoral contra la Drogadependencia del Arzobispado de Rosario, el sistema termina fracasando. “Nuestro desafío es seguir llamándolos niños. No desvalorizar sus vidas. El término `niño asesino´ es preciso pero está mal. Tenemos que esforzarnos entre todos porque esto se arregla a largo plazo”, dijo.

Tal vez el antídoto para contrarrestar al ejercito de niños abandonados en este tiempo sea la escuela. Un aula confortable, dispuesta a recibir con un docente entusiasmado a 20 alumnos durante 12 años continuos.

Una escuela, abierta, comprometida, con actividades extraescolares (abierta la mayor cantidad de horas posible). Con deporte, cultura, conocimiento, entretenida, afectuosa. Con docentes de todos los matices del conocimiento. Estamos lejos de esa utopía?

Hay espacio para que las autoridades del estado, los "trabajadores de la educación" (como le gusta decirse a ellos de manera gremial) se rebelen a la decepción y encabecen una revolución en las escuelas. Mas maestros, menos policías. Ir a la escuela para aprender a vivir.

La escuela estaba agonizando, la pandemia debería haberle dado el golpe final para la vieja escuela. Pero no, seguimos emparchando”, dijo Amanda Pacotti, maestra de la Red Cossettini.

“Esto no se soluciona con Gendarmes. El chico que recibe la violencia, es una violencia adulta, de los grandes. Chicos acompañando a sus padres a cartonear como pueden ir a la escuela al dÍa siguiente? Hay palabras perdidas en la educación. Nos gana la violencia. Las agresiones. Hoy es difícil encontrar ternura dentro de una escuela. Hay que empoderar al maestro en el aula, hacerlo bien”, dice la maestra y ciudadana distinguida de Rosario.

“Estamos fallando en la columna vertebral, la escuela. El trato, la ternura, el miedo, las agresiones a las escuelas. Hay un clima de guerra. Cuando un niño mata o muere la sociedad fracasa y esto es para tener en claro. Nadie está a salvo de ese tsunami”, argumentó.

Elena Giménez, Ciro Caminos y Geraldine Mora Gómez fueron tres de los bebés asesinados en este lugar. Sin antibióticos ni tratamientos milagrosos, la infección anuncia un largo camino terapéutico. Vivimos en una ciudad en terapia intensiva con mucho trabajo para hacer.