Si bien la primera impresión después del intento de magnicidio contra Cristina Kirchner era que todo volvía a su lugar como si nada hubiera pasado, lo cierto es que justamente a partir de la actitud de la propia ex presidenta empiezan a notarse movimientos en torno a una posibilidad impensada poco tiempos antes: el diálogo.

Conmocionada por lo que le pasó, la vicepresidenta lee que el atentado en su contra muestra que la democracia afronta el riesgo de una espiralización de la violencia que nadie sabe adónde puede llegar. Los jóvenes que lo llevaron adelante podrían encontrar representación en la oferta política de 2023 a través de Javier Milei o Patricia Bullrich. Pero ni eso los contuvo.

Cristina todavía no puso la mesa pero dio señales. En las antípodas del “vamos por todo” que pronunció luego de ganar con el 54% en 2011, reapareció públicamente rodeada de curas villeros y advirtió que “no se puede reconstruir un país donde se discute, se insulta y se agravia”. Su postura es que “hay que poner mucha institucionalidad” para superar los episodios de violencia política que escalaron, con el intento de magnicidio, hasta un lugar insospechado.

El problema es con quién dialoga. Porque hasta ahora Mauricio Macri, el interlocutor lógico del otro lado de la grieta, sospecha, recela y también calcula que si se acerca a Cristina, su propia construcción política como antítesis de la vicepresidenta pierde toda razón de ser. Pero además, porque dentro del conglomerado opositor, sumido en una interna feroz, ya no es reconocido como líder único.

En ese marco, cobra valor una voz que podría jugar un rol clave: la de Miguel Pichetto. Sin aspiraciones para 2023, y por lo tanto sin la necesidad de salir a pescar votos en la pecera de los que definen su identidad política por el odio a Cristina, el referente peronista de Juntos por el Cambio casi que pidió que Macri se siente con la vicepresidenta.

“Hay un escenario que puede abrir un camino de violencia y creo que los dos están frente a una responsabilidad. Tiene que haber una agenda, de cinco puntos, con un diálogo laico”, sostuvo el rionegrino en diálogo con el canal La Nación+.

Pichetto es uno de los gerentes del esquema de poder que emergió luego de la crisis de 2001 y que es el que está en crisis hoy: el bicoalicionismo que tiene en el kirchnerismo a su ala izquierda y en el macrismo la derecha. Un profesional de la política que, además, atendió en los dos mostradores: fue presidente del bloque peronista durante la gestión K y luego se pasó a Juntos por el Cambio, como candidato a vicepresidente en el intento reeleccionista de Macri.

Como Cristina, lee que toda la dirigencia camina en territorio minado. Y que es momento de desactivar las bombas que ella misma encendió. Pero además, ubica a la ex presidenta como una de las garantes, el paraguas que puede cubrir el trabajo de una brigada antiexplosivos.

El razonamiento es claro. El atentado contra Cristina se produjo en el marco de su demonización, del discurso que plantea que hay que sacarla de carrera y que, a la vez, se convirtió en sustento de estos jóvenes incontenidos que están dispuestos a convertir esa premisa en acto.

Pichetto llama entonces a desmontar ese escenario con un llamado de atención a los propios –”hay un escenario que puede abrir un camino de violencia”– y un reconocimiento: Cristina será lo que sea, pero es un dique necesario para sostener el sistema porque es parte de él, nunca se paró por fuera, e incluso ahora es garante de un ajuste que también Juntos por el Cambio cree necesario pero que lleva adelante Sergio Massa.

A diferencia del resto de Juntos por el Cambio, el titular de la Auditoría General de la Nación (AGN) ya había planteado de manera explícita que Cristina no tiene que ir presa, que no corresponde la imputación de jefa de una asociación ilícita con la que buscan mandarla a la cárcel los fiscales de la causa Vialidad. 

En un mensaje hacia la interna del frente opositor, ahora jerarquiza el rol político de la vicepresidenta como muralla contra la violencia con otra advertencia: el fusible Sabag Montiel saltó por derecha; también puede saltar otro por izquierda y justamente eso es lo que contiene la centralidad de Cristina.

Por eso apeló a lo que llamó “el regreso de los brujos”, la reaparición pública de ex jefes Montoneros como Fernando Vaca Narvaja y Mario Firmenich, a quienes el kirchnerismo “les ocupó el espacio del centro-izquierda popular”.

Tras el estallido de 2001, la democracia superó su crisis sistémica con un gerente, Eduardo Duhalde, que encontró una contraparte, Raúl Alfonsín, así como Alfonsín lo había encontrado en Antonio Cafiero en momentos complejos de su gobierno, como el levantamiento de Semana Santa de 1987.

Salir de la convertibilidad y al mismo tiempo calmar las calles era una tarea compleja, imposible de llevar adelante sin un marco de consensos, de acuerdos que de alguna manera, para esa dirigencia política que enfrentaba el reclamo del “que se vayan todos”, fueron de supervivencia. 

Todo tiene un precio. Duhalde y Alfonsín, como en su momento Cafiero, quedaron afuera de ese esquema de poder parido tras la crisis de 2001. Pero adentro de la historia.

Cristina abre la puerta al diálogo desde el estupor que le provocó que intentaran asesinarla y desde la debilidad de que, como dice la frase que la llevó a impulsar la formación del Frente de Todos, con ella sola no alcanza. Macri tiene el no y entiende que eso lo hacer fuerte. Pero además, sabe que sentarse a la mesa de la vicepresidenta lo puede liquidar como eventual candidato: sin una gestión exitosa para mostrar en su experiencia como presidente, sus votos se alimentan del rechazo a Cristina Kirchner.

Acaso resignar el partido de 2023 sea el costo que ambos deban pagar para salir del dispositivo que ellos mismos armaron y que ahora los tiene –y nos tiene– atrapados: la polarización. Mientras tanto, la crisis avanza y las consecuencias son imprevisibles.