Un colectivo de doble piso llegó el domingo a la madrugada a la terminal de ómnibus con rosarinos que habíamos subido en el aeropuerto de Ezeiza desde diferentes países. El micro mantuvo las puertas cerradas hasta que arribaron varias motos policiales, una ambulancia y dos patrulleros con sirenas encendidas. Antes de las 6 de la mañana, todavía oscuro y con la estación vacía, en el interior del micro encandilaban las luces azules.

Una vez que los móviles rodearon al ómnibus, se abrió la puerta: una trabajadora de la salud cubierta con capa de nylon verde, guantes y cofia nos anunció que tomaría la temperatura a cada uno de los viajeros arrancando así un protocolo sanitario que culminaría con la firma del compromiso de aislamiento por 14 días.

La mujer sacó un termómetro de mercurio y comenzó a medir la fiebre a los ocupantes de los primeros asientos del piso de arriba. Mientras agitaba con fuerza el tubo de vidrio para continuar con el procedimiento butaca por butaca, la médica dio consejos para prevenir el covid-19 y contó novedades de la ciudad a los recién llegados.

La ansiedad fue subiendo y desde la parte trasera del colectivo comentaban que el trámite llevaría horas. Pero pronto hubo un refuerzo y otro agente de salud se sumó con dos termómetros digitales que fue limpiando con algodón cada vez que los sacaba de las axilas de pasajeros y pasajeras.

La mayoría de los ocupantes del micro dio entre 36 y 36.5 grados y pudo bajar para firmar el acta de notificación con el compromiso de “regresar de forma inmediata al domicilio para cumplir la cuarentena”.

Dos personas, entre los últimos que quedaban por medir, llegaron a 38 grados y quedaron dentro de la unidad para un seguimiento particular y nuevas evaluaciones.

El agente con chaleco policial encargado de coordinar el operativo, reunió al grupo y avisó que cada uno ya se podía ir a su casa. Pidió que se cumpla el aislamiento y aclaró que con los presentes habría un seguimiento especial porque viajamos con personas con fiebre.

Entre los pasajeros había padres con hijas adolescentes que volvían de Disney, veraneantes que regresaban de Brasil o Miami, parejas de recién casados que estaban en el Caribe y mochileros que decidieron volver elogiando las medidas del presidente de la Nación. Ya con equipaje en mano y barbijo en la cara, la salida de la terminal fue con apuro.

A partir del día siguiente, el ministerio de Salud provincial comenzó a pedir datos sobre la situación de los viajeros. El mensaje de texto del gobierno de Santa Fe llegó al celular pidiendo saber si “estás bien luego de tu viaje”.

“Queremos conocer su estado. Se necesita la colaboración de todos y en especial de quienes han retornado al país, sobre todo los que provienen de países afectados”, solicitó la gestión santafesina con link a un formulario web y al 0800 dedicado exclusivamente a la atención por temas de coronavirus.

El formulario enviado por el gobierno de Santa Fe pide datos de los viajeros.


Ezeiza

El operativo de seguridad ya había sido de grandes dimensiones en Ezeiza. El aeropuerto internacional ministro Pistarini tenía el sábado a la noche un aspecto inusual con casi todos los locales cerrados, excepto el de una firma de alfajores que reunía gente buscando agua caliente y delicias de dulce de leche y chocolate para aguantar la espera de algún medio de transporte que permita salir de la terminal aérea.

En cada rincón se fueron juntando viajeros llegados durante el día en vuelos autorizados. Algunos pasajeros vencidos por el sueño pusieron los bolsos como almohada y pudieron dormir en medio del ruido. Varios buscaban enchufes libres para poner a cargar celulares y anunciar el arribo a la familia.

Cada uno de los recién llegados había tenido que completar una planilla del Ministerio de Salud de la Nación al descender del avión con datos personales, del vuelo, las escalas y síntomas de enfermedad, si correspondía.

Después del rincón para dejar el formulario, al finalizar la manga, seguían centenares de agentes de la Policía de Seguridad Aeroportuaria (PSA) que fueron dividiendo pasajeros entre residentes de la ciudad de Buenos Aires y los de diferentes provincias.

Luego del control de migraciones, con el sello en el pasaporte, los que íbamos a distintas ciudades del país pasamos por Aduana y terminamos en el hall central del aeropuerto.

Los habitantes de Buenos Aires, en cambio, hicieron otra fila porque fueron derivados a hoteles preparados para cumplir la cuarentena.

La espera de pasajeros en Ezeiza.


Estaba por terminar el sábado y las compañías de traslados a Rosario tenían todos los cupos cubiertos y sólo anotaban en lista de espera. Para colmo, el rumor era que hasta el domingo a la tarde no habría novedades de micros para el interior del país.

El alivio llegó cuando cerca de medianoche otro grupo de policías organizó la inscripción en un listado que se dividía según las ciudades de destino. Por altavoz llamaron primero a “los pasajeros que se anotaron para ir a Córdoba”. Después partió otro micro rumbo a Posadas, Resistencia y Corrientes. Y en tercer lugar, el coche a Rosario.

El operativo para subir a los micros fue caótico. En medio de la muchedumbre, desde cada unidad iban llamando por apellido a los anotados, hasta que no se entendió nada más y se habilitó el ascenso libre según la ciudad de destino.


El viaje

Llegué a Argentina desde Tailandia el sábado 21 de marzo a las 21.30 en un vuelo de Qatar Airways con escala en Doha luego de haber partido el viernes a la noche de Bangkok.

Fui derivado por esa ruta después de otras opciones canceladas por la compañía KLM, con la que había viajado en febrero vía Amsterdam. El principal aeropuerto de Países Bajos mantenía la actividad hasta la semana pasada pero ya no conectaba con Buenos Aires.

Había planificado el viaje a una parte del sudeste asiático en noviembre cuando el coronavirus no era noticia ni siquiera en Wuhan.

Para el momento de la partida en febrero, la crisis sanitaria era de grandes dimensiones en China pero los países limítrofes o cercanos aseguraban tener controlada la nueva enfermedad.

Con incertidumbre por el nuevo virus pero más preocupado por la cantidad de casos de dengue que afectan a aquellos países de altas temperaturas, embarqué con destino a Bangkok el 24 de febrero sin saber que tres semanas después se declararía la pandemia y los gobiernos comenzarían a cerrar aeropuertos, a declarar la emergencia y a obligar aislamiento.

Para esa fecha el gobierno tailandés informaba 32 casos, con la mitad de recuperados.

La noche del 12 de marzo, cuando Alberto Fernández dio la cadena nacional anunciando las medidas, ya había hecho gran parte del recorrido por Tailandia y Laos y esperaba transcurrir la última semana de descanso cerca del mar.

En aquella parte del mundo ya era 13 de marzo. En Koh Phi Phi amanecía y desperté con los primeros mensajes de familiares y amigos: “¿Dónde estás?, ¿Cuándo es que volvías vos?, ¡Qué afortunado, la distopía te encontró en el paraíso!, ¿Te cancelaron el vuelo?, ¿Estás bien?”, entre otros audios y textos de WhatsApp.

“¿Y si me tengo que quedar mucho tiempo en un país donde no entiendo una palabra, ni un fonema, ni una letra? ¿Cuándo se podrá volver?”. Con el correr de las horas fui acumulando preguntas y decidí trasladarlas a la compañía aérea y a la embajada argentina en Bangkok.

Pasaron dos o tres días hasta que llegaron las respuestas. La sede diplomática y la aerolínea pidieron disculpas por las demoras en responder y explicaron que estaban desbordados de llamados y correos electrónicos.

La representación del gobierno argentino dijo que no había novedades de operativos de repatriación para aquellas latitudes, que se esperaban decisiones de Buenos Aires. En tanto, la firma KLM comunicó que se cancelaba el vuelo de regreso y que en breve haría llegar novedades sobre la reprogramación.

Nada. Hasta ese momento no había posibilidades de volver en la fecha prevista y un texto reenviado en un grupo de WhatsApp recomendaba “comprar pasajes lo antes posible” porque “cerrarían progresivamente todos los aeropuertos del mundo”.

En medio de la alarma generalizada, en Tailandia todo seguía con normalidad. Con menos turistas, claro, por la ausencia de los millones de chinos que llegan en esa época del año.

Al mismo tiempo, comenzó subir la cantidad de infectados de coronavirus en territorio tailandés por casos importados, de viajeros que siguieron llegando a un país que necesita del turismo para sostener su economía.

El regreso

Un click en la app de la aerolínea hecho a primera hora del miércoles 18 fue un golpe de suerte. Por primera vez, la aplicación me habilitaba a cambiar el vuelo cancelado con diferentes opciones. Elegí la alternativa de regreso más cercana: el viernes 20 de marzo, un día antes de lo previsto, desde Bangkok a Amsterdam, de allí a San Pablo y luego desde Brasil a Ezeiza. Fin de la incertidumbre, aunque no por mucho tiempo.

El día indicado fui con todo al aeropuerto Suvarnabhumi de Bangkok y un mundo de gente intentaba atravesar controles. El termómetro infrarrojo con forma de pistola me apuntó a la cabeza y marcó una líneas por encima de 36.

Pude pasar con un adhesivo verde pegado a la ropa y en el camino crucé la interminable fila de personas que esperaban hacer check in para el vuelo de regreso a Wuhan, la ciudad china epicentro de la pandemia que comenzaba a normalizarse. Familias enteras cubiertas de pies a cabezas con trajes blancos, como salidos de una serie de ciencia ficción.


Al llegar al mostrador me informaron que la opción que había elegido en la aplicación no era válida, que ese vuelo estaba completamente vendido. Ahora las opciones eran volver al día siguiente hasta Santiago de Chile con escala en Australia o hasta Brasil vía Londres.

Con un inglés rupestre y mi peor cara de desesperación pude transmitir que no podía esperar más y que necesitaba viajar lo antes posible. Sin más explicaciones, «not tomorrow, today!».

Por la alianza de aerolíneas, por la buena predisposición de la empleada de KLM o por otro golpe de suerte, de repente apareció un lugar en el vuelo de la noche de Qatar Airways.

Ya en el avión escuché relatos de distintas experiencias: una mochilera que había partido con plan de un año y regresó a las pocas semanas, un contingente que volvía de la India antes de tiempo y personas que había pagado más de 1.000 dólares para poder ocupar el primer asiento disponible.

Los mails de la embajada continuaron llegando con el correr de los días. Todavía sin novedades de un operativo de repatriación y el consejo de contactarse con las aerolíneas que mantienen operativas sus rutas.

Unos 150 argentinos continuaban varados en Tailandia, según el representante consular, al igual que los miles de personas que esperaban regresar al país desde distintos puntos del planeta. Apenas una pequeña porción de los 25 mil argentinos que quedaban en el exterior desde que los vuelos comerciales comenzaron a ser cancelados.