No se puede decir que Carlos III sea una ráfaga de aire fresco para una institución milenaria. Menos para una generación que lo conoce desde la cuna. El rey cuenta con escasa capacidad para sorprender. Aunque no hay que dar nada por sentado. Lo cierto es que está apurado. No hay dudas. Sabe que con los años, la naturaleza va apagando el cuerpo y la mente. También va limitando el movimiento, sino fíjense en el Papa Francisco.
En sus primeros seis meses en el trono Carlos ya se reunió con líderes religiosos de todo el país, reorganizó las residencias reales y concluyó su primera visita de Estado en el extranjero. Iba a realizarla a Francia, pero las protestas por la reforma jubilatoria se lo impidieron, por lo que finalmente fue a Alemania. También celebró una fiesta de pijamas en el Castillo de Windsor que incluyó al entrenador del equipo de futbol de Inglaterra. Y entonces, tomó una gran decisión: dio la orden de abrir los archivos reales a los investigadores para que estudien los vínculos de la corona con la esclavitud. Fue una grata sorpresa.
Muchos desconocen que, luego de un viaje en 2018 por varios países de África, Carlos III hizo de la esclavitud una causa prioritaria de su discurso público. Durante su estadía en Ghana, un importante centro de esclavos, expresó su deseo de que nunca se olvide la “profunda injusticia” del pasado. Y además reconoció el papel que tuvo Reino Unido en el tráfico de esclavos, definiéndolo como una terrible atrocidad que dejó “una mancha imborrable en la historia de nuestro mundo”.
También hay otras causas que el monarca viene abrazando desde hace décadas. La más conocida probablemente es la lucha por concientizar contra el cambio climático. Lo viene haciendo desde la década del 70, cuando pronunció un discurso en Gales, advirtiendo sobre la polución creciente del planeta. Fue un precursor para la época. Actualmente sostiene actitudes como la de repetir trajes y zapatos, o la de ponerse abrigos que usaba en los ochenta. Carlos recurre a estos gestos para transmitir la idea de que reparar y reutilizar es una buena alternativa sostenible.

En una entrevista, su hijo menor, contó lo inflexible que es su padre con el tema de apagar las luces que no se usan. Otros comentaron su insistencia por bajar o cerrar la calefacción del Palacio de Buckingham cuando veía que se estaba utilizando inútilmente. A esto podemos agregar que en 2010, Carlos lanzó una campaña a favor de la utilización de la lana como materia prima. La lana es sostenible, pero también representa una importante industria para Reino Unido y para algunos de sus aliados de la Commonwealth como Australia, principal productor mundial.
Otro de los temas en los que el ex príncipe de Gales ha estado trabajando por años, es en achicar la monarquía, reduciéndola sólo al círculo más íntimo. Algo en lo cual su hermana, la princesa Ana, está totalmente en desacuerdo y lo hizo saber nuevamente justo antes de la coronación. El rey considera que hoy la ciudadanía es mucho más sensible en el modo en que se gasta el dinero público, y por eso cree necesario menos personas para las tareas oficiales. Sumado a que es un antídoto contra escándalos familiares que se traduce en la siguiente ecuación: menos integrantes, menos escándalos, menos riesgo para la institución.
La austeridad planteada por el flamante monarca, encuentra también su eco en que el país tropieza con una creciente y sostenida desigualdad económica, con una inflación interanual que a marzo de 2023 llegó a más del 10 por ciento. En los últimos meses son recurrentes las manifestaciones de distintos sectores pidiendo aumento salarial. Se le agrega una crisis sanitaria que se vio acentuada por la pandemia de Covid-19 y que se encuentra en su punto más bajo. Y no hay que olvidar al Brexit y sus consecuencias. Haber salido de la Unión Europea distancia a Reino Unido de sus vecinos y lo hace volver a lo que es: una isla. Sumado a la fractura social que este proceso generó y a una clase gobernante que apenas si está a la altura de las circunstancias.

Hay que añadir, que el Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda del Norte, conformado además de Inglaterra, por Gales y Escocia, se encuentra en un momento de su historia en el que tiemblan los mismísimos cimientos que lo sostienen. Sobreviene una Escocia que, con un renovado vigor, vuelve a mover las aguas del independentismo y una Irlanda del Norte que, post Brexit, está más cerca de la reunificación con la República de Irlanda. Como frutilla del postre, la Commonwealth, tan querida y protegida por la reina Isabel II, se viene desmembrando desde hace rato. El cambio de soberano puede acentuar más sus espíritus republicanos.
Probablemente por todo lo detallado anteriormente, Carlos decidió que su coronación se realice con la menor grandiosidad posible y sin la ostentación que lleva un rito medieval y milenario. Sin embargo, le resultó demasiado difícil porque el pasado imperial de su país lo condena. Su coronación fue majestuosa y digna de un enorme imperio que pareciera que todavía existe. Igualmente, lo intentó. A diferencia de la coronación de su madre en 1953, no hubo 8 mil invitados, sino poco más de 2 mil. Dentro de los cuales se encontraron 850 asistentes provenientes del Servicio Nacional de Salud (los héroes del Covid-19) y otras organizaciones de voluntariado. También redujo la cantidad de nobles y aristócratas invitados.

Entre las modificaciones que el rey intentó introducir en la ceremonia de coronación, hubo una con la que tuvo que dar marcha atrás por ser demasiado progresista. Carlos III quiso presentarse como lo que es: un hombre de profunda espiritualidad que no lo define una única fe. El problema es que según lo establecido a lo largo de los siglos, el monarca ejerce los cargos de “defensor de la fe anglicana” y “Gobernador Supremo de la Iglesia de Inglaterra”. Tras negociar con la Iglesia de Inglaterra y Gales, tuvo que aceptar un plan menos ambicioso. En la abadía de Westminster estuvieron presentes al momento de su coronación cuatro lores: uno hindú, uno musulmán, un sij y un judío. Éstos representaron sus creencias religiosas, pero sin intervenir en una liturgia que, por convención histórica y constitucional, es anglicana. De todas maneras, no dejo de ser un gran cambio.
Carlos III se convirtió en príncipe a los cuatro años y en monarca a los 74. Se podría decir que tuvo 70 años para decidir, pensar y programar como quería que fuera su reinado. Más allá de que la genética lo acompañe, no será un período demasiado largo. Cuentan que apenas asumió el trono, una joven Isabel pidió consejo al entonces presidente de Francia, el general Charles De Gaulle y éste le sugirió “Sea la persona en torno a la que se organice todo en su reino, en la que su pueblo vea la patria y cuya presencia y dignidad contribuyan a la unidad nacional”. Tal vez, el mismo consejo le sirva, setenta años después, a un Carlos que se encuentra, al igual que su madre en una época de cimientos flojos. Cada vez más flojos.