Cuando se acerca la fecha en que celebramos el Día de la Bandera, la figura de Manuel Belgrano se agiganta, ingresa sutil en los espacios de nuestro imaginario, nos convoca a pensar más allá del busto o el bronce. Y nos trae recuerdos, claro, en esta ciudad que fue su cuna: no hay día más rosarino que el 20 de junio.

La ciudad se va poblando de banderas, azules y blancas, y quizás con un centro dorado, un sol o un corazón que da abrigo cuando sopla el viento húmedo que sube desde el río Paraná. La pasión, ese centro, también es política. Porque es la que da sentido a todas las batallas, las que se libraron en nuestro suelo, las que libramos a diario como trabajadoras y trabajadores. Y como parte de una sociedad que, al igual que Belgrano, entiende que sin un “nosotros” ningún “yo” tiene sentido pleno.

Belgrano creía en la política como un accionar que permite a las grandes mayorías defenderse de la opresión e ir ganando de a poco igualdad y equidad en cada ámbito. En junio de 1809, menos de un año antes de la Revolución de Mayo, expresaba: “Si es cierto, como lo aseguran todos los economistas, que la repartición de las riquezas hace la riqueza real y verdadera de un país, de un Estado entero, elevándolo al mayor grado de felicidad, mal podrá haberla en nuestras provincias existiendo el contrabando y con él el infernal monopolio”.

Fue ideólogo de Mayo, pionero de la educación pública, promotor del rol social de la mujer, impulsor de la agricultura, la industria y el comercio. También economista, político, periodista, ecologista, abogado, protector de los pueblos originarios, constitucionalista, general de la Independencia, precursor del panamericanismo, creador de la Bandera de una nación. Sí, Belgrano era eso. Tanto. Y mucho más. Pero, sobre todo, era un hombre.

Resulta más sencillo pensar que las gestas patrióticas son el trabajo de hombres y mujeres que nacen del bronce, pero no. Todas y todos nacemos de una tierra determinada e intentamos hacer política desde ese temblor. Luego, la historia decide en qué lugar colocarnos. Por eso, si pensamos a Belgrano como un cuadro, una estatua, un monumento, reducimos su legado pero, también, nuestro sentido de pertenencia patriótica.

Nos formaron en una tradición férrea. Soy parte de una generación de rosarinas y rosarinos que llegábamos cada 20 de junio al Monumento a la Bandera de nuestra infancia de la mano de madres y padres desafiando el aire congelado. O, cuando jóvenes, mientras cursábamos la secundaria y la dictadura silbaba su canción hostil mezclada con el viento. Y, sin embargo, nada pudo con el letargo amoroso del sol en la cara. Ninguna helada logró enfriar la mixtura de Patria y colegio cercano, de capillas que ardían de preguntas –algunas sin respuestas–, preguntas que comenzaron a florecer en libertad recién en 1983.

En otro tramo de sus escritos, en su autobiografía, Belgrano sentenció: “...en los primeros momentos en que tuve la suerte de encontrar hombres amantes al bien público que me manifestaron sus útiles ideas, se apoderó de mí el deseo de propender cuanto pudiese al provecho general, y adquirir renombre con mis trabajos hacia tan importante objeto, dirigiéndolos particularmente a favor de la Patria”.

Allí está el hombre que a la más temprana edad descubrió su vocación política, de servicio, el joven que se sintió atraído por el concepto del bien común, del alcance que tiene el esfuerzo colectivo en la construcción de una Patria aún en proceso.

A ningún abogado se le enseña a empuñar un fusil y, sin embargo, él lo hizo con la convicción que emana de quien estaba persuadido de que la estrategia militar siempre debe ser puesta al servicio de una sola causa, que es la causa de un pueblo cuando busca ser reconocido como tal, independiente y soberano, pleno en el ejercicio de sus derechos y deseoso de encontrar en la ley siempre su límite y punto de partida.

Porque Belgrano, y tal vez allí radique lo peculiar de su mirada frente al proceso independentista, nunca dudó −nunca dudó− que al final de cada batalla renacía un nuevo diálogo hacia la institucionalidad definitiva.

Quienes tenemos vocación política y el privilegio de haber sido puestos en este lugar por el voto popular –un lugar que siempre debe ser revalidado– tenemos que mirarnos en ese espejo: el de las mujeres y los hombres que tuvieron una clara visión de los intereses que debían defender, sin perder de vista que nada se logra desde la intolerancia y la negación del otro. Y que las gestas más duraderas son aquellas que se piensan colectivamente.

En ese sentido, tal vez el legado más importante de Belgrano haya sido haber soñado un símbolo que nos cobije a todas y todos. Que nos ampare, nos acerque en las diferencias, nos facilite la tregua necesaria para pensarnos una y mil veces como parte de una identidad construida en la convivencia diversa.

Esa es la única forma de pensar, creo, una Rosario, una Santa Fe, una Argentina perdurable y, sobre todo, un Estado presente y cercano. Y más en estos tiempos oscuros de pandemia en los cuales la enfermedad y también la muerte nos señalan la urgencia y la necesidad del cuidado colectivo.

Porque sabemos que, en definitiva, “la Patria es el Otro”. Y en ese concepto anida la pasión, la misma que transformó la vida de Belgrano en la vida de un héroe que hoy volvemos a recordar porque puso, vaya metáfora, el cielo en nuestra Bandera.

Y, desde ese gesto, su figura amorosa se agiganta. Y la Bandera, estemos donde estemos, la queremos: tanto cuando desespera en las búsquedas como cuando flamea gloriosa en los regresos. La queremos para enarbolar los enojos pero también para hundirnos en su paño tibio y anhelante. Para verla flamear, sola y austera en los cielos de nuestra niñez, pero también para verla flamear definitiva en esos brazos que resisten.

Es nuestro desafío sostener nuestra Bandera, adultos y serenos, en un pacto de nueva ciudadanía responsable y solidaria que no invalide nuestro singular modo de sentir y pensar. Porque no necesita de gestos hirientes pero sí firmeza y convicciones.

Sostenerla, insisto, con orgullo renovado. Entera. Como el país que estamos construyendo en medio de una de las crisis más profundas y transversales de su historia.

La pandemia no sabe de colores partidarios, pero nos exhorta una y otra vez a sintetizar el sentido de la libertad con responsabilidad, algo que un hombre como Belgrano no dudó en pensar en medio de un siglo trémulo de emancipaciones y tensiones.

Por hombres y mujeres como él, y en días como hoy, no cabe más que sentirse feliz mientras enfrentamos el viento y la adversidad, y nos arropamos en un símbolo blanco y celeste desde el cual susurra la historia pero, también, el futuro.

Y hacia allá vamos, envueltos en ella: nuestra Bandera.