El 25 de marzo de 1908, 129 mujeres que trabajaban en la fábrica Cotton de Nueva York, Estados Unidos, y se habían declarado en huelga permaneciendo en sus puestos, murieron incendiadas. Reclamaban reducción de jornada laboral, un salario igual al que percibían los hombres que hacían las mismas actividades que ellas y condiciones dignas de trabajo. Parece mentira que 114 años después las consignas no solo se repitan sino que además crezcan.

En diciembre de 1977, la Asamblea General de la ONU proclamó el 8 de marzo como Día Internacional por los Derechos de la Mujer Trabajadora. Desde entonces, los motivos para salir a las calles de todo el mundo, sobran: brecha salarial, acoso callejero, abusos, violaciones, matrimonios infantiles, mutilaciones genitales, trata, represión, violencia física y psicológica. Mujeres que tienen prohibido trabajar o hablar con hombres que no sean sus maridos sometidas al hogar y la reproducción.

Violencia obstetricia, laboral, social, condenadas por abortos mientras otras tantas obligadas a abortar. Silenciadas y condenadas a “códigos de conductas”, juzgadas, perseguidas y castigadas por desobedecer el poder masculino. La lista podría seguir porque ser mujer cis, trans, no binarie o identidad feminizada en un mundo culturalmente patriarcal, es difícil.

Números globales que duelen

 

Según las estadísticas que brinda la Organización de las Naciones Unidas (ONU), 1 de cada 3 mujeres en el mundo ha sufrido violencia física o sexual por parte de su pareja o expareja. 3 de cada 5 actos de violencia terminaron en femicidios.

En todo el mundo, 15 millones de niñas o adolescentes de 15 a 19 años fueron víctimas de relaciones sexuales forzadas. En el Medio Oriente y en África del Norte, entre el 40% y el 60% de las mujeres sufrieron acoso sexual en la calle. En 2018,  de cada diez víctimas de trata de personas que se detectaron a nivel mundial, cinco eran adultas y dos eran niñas. El 92% de las víctimas eran mujeres.

En 2020, una de cada cinco niñas fue obligada a contraer matrimonio infantil. Al menos 200 millones de mujeres y niñas, de entre 15 y 49 años, han sido sometidas a la mutilación genital femenina en 31 países donde se concentra esta práctica. La mitad de estos países están en África Occidental. Todavía hay lugares donde la mutilación genital femenina es casi universal; donde al menos 9 de cada 10 niñas y mujeres, de entre 15 y 49 años, han sido cortadas.

En la mayoría de los estados de EEUU, las menores son casadas con sus violadores.

 

En Argentina, durante el primer mes del 2022 se registraron 28 femicidios: 1 cada 27 horas. Parejas, exparejas y personas del entorno de la víctima son los principales victimarios. Por estos crímenes, al menos 22 niñas y niños se quedaron sin madre. Córdoba, Santa Fe y Buenos Aires son las provincias donde se cometieron la mayoría de los femicidios.

Una revolución femenina que empezó con la palabra

Por todos esos motivos, la lucha de las mujeres y las identidades feminizadas no distingue idiomas, religión o territorio. Desde el 2015, con el “Ni Una Menos” en Argentina, los abusos cometidos, sin importar cuándo, comenzaron a ver la luz. El “no nos callamos más” fue el grito que abrió las puertas para que tanto horror cometido deje de ser secreto. Hizo falta estallar en palabras y nombrar lo que durante años dio vergüenza, temor y culpa para que otros países se hagan eco.

Las redes sociales se llenaron de consignas con denuncias: Mi Primer Asedio en Brasil, “Hermana, yo sí te creo”, en España. En EEU el Me Too desenmascarando a profesionales y políticos. Francia propuso hablar de los incestos y lanzó una campaña para que ninguna se sienta sola.

Concentración en Madrid tras denunciar a "La manada", una violación grupal ocurrida en 2016 en Sanfermines.

Las calles del mundo se vistieron de violeta. Perú, Nicaragua, Colombia, Francia, Turquía, Polonia, Washington, México. Incluso hace pocos días decenas de mujeres se manifestaron en Kabul contra los talibanes reclamando derechos básicos como estudiar o trabajar y fueron reprimidas con violencia.

Las manifestantes reclamaron su participación en política y el derecho al trabajo y a la educación.

Sin embargo, parece que nada alcanza. Que nunca es suficiente. El machismo y sus conductas violentas persisten porque el sistema le da lugar, porque no se cuestiona suficientemente al agresor pero sí se castiga a la mujer agredida, porque la justicia los resguarda, porque se festejan y minimizan los micromachismos. No, no se trata de todos y todas. Pero sí de la gran mayoría que no analiza sus conductas diarias, de lo contrario las estadísticas serían otras.

¿Y las feministas?

Durante los últimos días muchas personas preguntaron en Twitter dónde estaban las feministas cuándo un grupo de jóvenes violó a una chica en Palermo, dónde estaban cuándo una mujer que regresaba del trabajo fue abusada sexualmente en una calle de Rosario, dónde estaban cuándo una niña fue obligada a parir en el norte de Argentina y dónde estaban para esto o aquello, como si fuera responsabilidad de las mujeres defenderse unas con otras de las atrocidades que pasan en el mundo.

Incluso llegaron a cuestionar la postura rusa que impedía a los hombres retirarse del país y acusaron a las mujeres de no poner el cuerpo en combate desconociendo la historia de tantas soldados que han luchado y liberado países, y lo siguen haciendo frente al conflicto actual. 

La pregunta se viralizó y los memes no demoraron en llegar.

Sin embargo, la respuesta frente al interrogativo es clara. Están dando una batalla histórica. Están preguntándole al Estado ¿qué pasa con la Emergencia Nacional en Violencia hacia las mujeres? ¿Qué pasa con la perspectiva de género en las sentencias judiciales? ¿Por qué la mayoría de las víctimas no quiere denunciar?

Están. Están garantizando que se cumpla la interrupción legal del embarazo. Corrigiendo cuando hablan de manada en lugar de grupos, de monstruos o bestias en lugar de hombres; exigiendo la implementación de ESI en las escuelas, reclamando presupuestos acordes para los ministerios de género y acciones concretas a quienes manejan dichos ministerios.

Sosteniendo a las víctimas cuando se las revictimiza, se las juzga o no se las escucha. Construyendo redes en los barrios, refugios para que huir del agresor sea más fácil, pidiendo los botones de pánico que por alguna extraña razón llegan tarde, apoyando a padres que todavía esperan saber qué hicieron con sus hijas y a hijos cuyas mamás fueron víctimas de femicidios.

Están. Están organizando marchas, peleando en sindicatos, reconociendo mandatos para terminar con ellos, encontrándose en los abrazos con las demás compañeras que al igual que una, de vez en cuando pierden un poco el optimismo cuándo se prende el noticiero y los números aumentan: otra muerta, otra violada, otra golpeada. Pero están, resisten, se reconfortan y avanzan.

Es verdad; falta mucho por cambiar, eso nadie lo discute. Sin embargo, tantas manifestaciones en las calles, en las redes, en el día a día reclamando la igualdad, esas que tantas veces joden y tantas otras juzgan, dejaron un aprendizaje colectivo imposible de ser revertido: el silencio no será jamás la bandera del movimiento de mujeres e identidades feminizadas.