Los absolutos, las afirmaciones tajantes, difícilmente digan la verdad. Es opinión, no dato: tendemos a mirar la realidad de manera bipolar. Blanco o negro, bueno o malo, hombre o mujer, oscuridad o luz, agua o aceite, Macri o Cristina. Y así ignoramos los grises, los matices que pueblan –y enriquecen– toda existencia, toda realidad.

A principios del siglo XXI, cuando comenzaba a superarse la crisis de 2001, Rosario vivió un momento que parecía floreciente. El gobierno socialista de la ciudad ya había abierto balcones al río que permanecieron cerrados por décadas, se inauguraban espacios públicos innovadores, las calles y los parques brillaban al sol, la actividad comercial explotaba por el flujo de dinero que llegaba desde el campo gracias a que la soja cotizaba por las nubes, recibíamos el Congreso de la Lengua en un teatro El Círculo resplandeciente.

Tanta euforia había, las administraciones municipales se enamoraron tanto de sí mismas, que un cartel se reprodujo en distintos lugares: “Rosario, la mejor ciudad para vivir”, decía. No era solo el cartel: por caso, un informe del Consejo de Competitividad de Córdoba del año 2006 ubicó al Gran Rosario como el conglomerado con mejor calidad de vida de la Argentina, por “su infraestructura cultural, educativa y de esparcimiento, además de una atención superior en materia de salud”.

¿Era tan así?

Fue, sin dudas, un buen momento, de alivio, para una ciudad, una región, que había sido muy golpeada durante la década del 90, cuando el proceso de desindustrialización menemista produjo una verdadera sangría de puestos de trabajo. Al punto que en esos años del uno a uno Rosario tuvo el índice más alto de desocupación del país, algo que junto a las migraciones por la falta de infraestructura social en otras regiones engordó el cordón de asentamientos irregulares que rodea la ciudad.

Cuando peor se está, más se magnifica la recuperación. Y viceversa. Pero en medio de esa euforia de principios del siglo XXI, cuando los mismos medios nacionales que hoy la califican de ciudad narco hablaban del “boom de Rosario”, no faltaban las voces que alertaban sobre la madre de todos los problemas de entonces y de hoy: la desigualdad y la falta de oportunidades para quienes vivían –y viven– en esos rincones donde no hay boom, porque todo es cataplún. “Hay dos ciudades”, decían. La del centro y la de los barrios.

Hoy ya nadie menciona a Rosario como la mejor ciudad para vivir. Aquellos viejos carteles no están entre nosotros. Quizás alguien se los robó, los vandalizaron, o simplemente los mismos empleados municipales que los pusieron, unos años después los retiraron en silencio, en medio de los nuevos ruidos que de a poco fueron apagando el ánimo de la ciudad: los de las balas.

Ahora, en cambio, se repiten en un ámbito que casi no existía entonces, el de las redes sociales, una afirmación tajante, que –en general junto con el relato de algún hecho vinculado a la inseguridad– dice todo lo contrario que aquella otra: “Rosario es una ciudad invivible”.

Cabe la misma pregunta: ¿es tan así?

Solo por mencionar algunas virtudes: Rosario es una ciudad que tiene una oferta cultural que envidian otras, donde el acceso al río ya no es un privilegio de pocos, abierta a las diversidades, donde los que llegan encuentran la oportunidad de vivir con cierta libertad, con una universidad que también tiene una oferta amplia, diversificada. 

La Noche de Peatonales reunió a familias rosarinas este sábado en el centro rosarino. (Foto: Alan Monzón/Rosario3).
La Noche de Peatonales reunió a familias enteras este sábado en el centro de la ciudad. (Foto: Alan Monzón/Rosario3).

Y, al mismo tiempo, es esa ciudad donde se reportan cinco balaceras por día, con uno de los índices de homicidios más alto de la Argentina, donde efectivamente la economía y la cultura narco penetraron tan fuerte que hoy rigen la vida de sus barrios.

Las dos ciudades. Las tres ciudades. Las mil ciudades que, en realidad, no conocemos, porque cada barrio, cada cuadra, cada casa y cada habitante es un mundo.

La ciudad de las atrocidades que revela el juicio al capo narco Esteban Alvarado y la de la marcha de 70 mil personas que caminan en paz para reclamar por los derechos de las mujeres y el fin de la violencia de género. La de las balaceras que incluso matan niños; la de los sicarios despiadados, y la de La noche de las peatonales, una instancia de convivencia y recuperación del espacio público que se disfrutó masivamente.

No, no hay que guiarse por los absolutos. Ni sentirnos los mejores cuando nos va bien ni los peores cuando estamos mal. Porque están los grises, y las oportunidades que nos dan para aclararlos, para iluminarlos.

La frase se ajusta cada vez más al mundo, al país, a la ciudad en la que vivimos: todo es una gran confusión. Aunque sí hay una certeza que conviene no perder de vista si de verdad queremos modificar esta realidad que tanto duele: nada bueno saldrá de una sociedad en la que la desigualdad no solo se sostiene a lo largo del tiempo sino que además se profundiza.