Fue uno de los episodios más turbulentos del período de la transición democrática. Y acaso el más confuso, tanto que aún hoy, cuando se cumplen 34 años del fallido intento de copamiento del Regimiento de Infantería Mecanizada (RIM) 3, con asiento en La Tablada, persisten interrogantes sobre aquellos hechos del 23 de enero de 1989.

Si, como dijo el estratega de ese ataque delirante llevado adelante por decenas de militantes del Movimiento Todos por la Patria (MTP), Enrique Gorriarán Merlo, el objetivo era frenar lo que consideraban un avance militar frente al poder civil a partir de la sucesión de levantamientos carapintadas que se habían iniciado en Semana Santa de 1987, hay que decir que consiguieron todo lo contrario: la acción reflotó fantasmas sobre la existencia de un movimiento guerrillero capaz de poner en riesgo la convivencia armónica en democracia y eso amenazó con darle nuevos bríos a un Ejército. La fuerza no dudó en aplicar los mismos métodos del terrorismo de Estado para poner freno a una movida digna de una patrulla perdida de la guerrilla setentista.

No es lo que el MTP parecía hasta ese día fatal, en el que 33 de los 46 militantes que irrumpieron en el cuartel militar murieron (cuatro de ellos en realidad desaparecieron), al igual que 9 militares y 2 policías. Porque si bien es cierto que la semilla de ese movimiento la pusieron en el exilio ex líderes del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP), brazo armado del Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT), también lo es que todos ellos parecían haber hecho una autocrítica que los llevó a plantear que ya no había lugar para plantear el camino de la lucha armada y que su adhesión a la construcción democrática que había comenzado en 1983 era absoluta, aunque planteara críticas a la política económica y de derechos humanos del gobierno de Raúl Alfonsín.

Un tanque aplasta uno de los autos de los guerrilleros.

De hecho, el MTP era un movimiento de izquierda que ganó prestigio en el campo popular desde antes de constituirse como agrupación política. Es que el grupo se convirtió a partir de la fundación de la revista “Entre todos”, en 1984, en un espacio de encuentro de distintas vertientes del progresismo argentino, que justamente se planteaba cómo introducir una agenda de reformas que mejorara la calidad de vida de los sectores populares desde una defensa a ultranza de una democracia, a la que se la consideraba frágil frente a una amenaza militar siempre latente.

“Entre todos” era una tribuna en la que convivían distintas posiciones de ese universo amplio y en sus páginas escribían periodistas de prestigio, algunos de ellos que volvían del exilio durante la dictadura y encontraban allí la posibilidad de dar un debate que aún no ingresaba a los medios de comunicación tradicionales. 

Recién en el 86 el MTP se convirtió en un agrupamiento político y tuvo su debut electoral, por cierto decepcionante, en 1987. Ese cambio de estatus generó escisiones. La amplitud con la que había nacido “Entre todos” ya no era tal y el nuevo movimiento se nutrió esencialmente de dos vertientes: los ex integrantes del ERP cuya cabeza era Gorriarán Merlo y sectores cristianos referenciados en el fray Antonio Pugjainé, un religioso capuchino nacido en Córdoba. Algo así como una alianza marxista-cristiana inspirada en el sandinismo nicaragüense, al que Gorriarán Merlo y otros ex cuadros del ERP habían servido como parte de la revolución que puso fin al régimen del dictador Anastasio Somoza.

Sorpresa y media

 

Apenas unos días antes del intento de copamiento de La Tablada, el 16 de enero de 1989, el MTP llamó a una conferencia de prensa. Allí, el abogado Jorge Baños, Francisco Provenzano –el primero murió en la acción guerrillera y el segundo es uno de los desaparecidos– y Pugjainé dijeron manejar información según la cual se preparaba una conspiración entre el candidato presidencial del peronismo, Carlos Menem, el sindicalista Lorenzo Miguel y el jefe carapintada Mohamed Alí Seineldín para derrocar a Alfonsín, poner en su lugar al entonces vicepresidente Víctor Martínez y garantizar así una transición ordenada, adelantamiento electoral mediante, para la llegada de un gobierno justicialista que amnistiara a todos los militares que pese a las leyes de obediencia debida y punto final aún estaban presos por violaciones a los derechos humanos durante la dictadura. 

A pesar de eso, cuando un grupo comando robó un camión repartidor de Coca Cola e irrumpió a las 6 de la mañana del 23 de enero en el cuartel de la Tablada, nadie imaginó que quienes realizaban esa acción eran los denunciantes de aquella supuesta movida golpista de los “tres turcos”.

Las primeras versiones indicaban que eran carapintadas. Los propios atacantes la fomentaron, ya que para confundir arrojaron en los alrededores –por donde se movía Gorriarán Merlo– panfletos con proclamas a favor de estos sectores del Ejército que cuestionaban a la conducción del Ejército y la política militar de Alfonsín.

Lo que buscaban era plantear que su acción dentro de la dependencia militar era justamente para defender al país ante una nueva asonada golpista. La idea era llegar a una zona donde estaban los tanques, para luego sacarlos a la calle y dirigirse a la Casa Rosada, generando una adhesión popular que acompañara para exigir así a Alfonsín un cambio de rumbo en lo económico y firmeza ante las constantes presiones del Ejército para garantizarse impunidad por los crímenes de la dictadura. Un verdadero delirio, que de alguna manera buscaba reproducir la experiencia de la revolución nicaragüense de la que Gorriarán Merlo había participado.

El periodista Ricardo Ragendolfer, que fue a cubrir aquella mañana del 23 de enero de 1989 lo que pasaba para la revista El Porteño, cuenta que él creyó que eran los carapintadas. Hasta que a media mañana, mientras veía desde un alambrado perimetral el relampagueo de las explosiones, los focos ígneos y las humaredas que producían los combates, emergió un sargento que imploraba por un poco de agua. “Alguien le preguntó por los carapintadas. Y su respuesta fue: ¿Qué carapintadas? ¡Son guerrilleros!”.

El propio Alfonsín descreyó de esto cuando a primera se lo informó el Ejército y por eso el primer comunicado del gobierno hablaba del copamiento del regimiento, pero no de quiénes eran los autores.

Uno de los sobrevivientes capturado por policías.

Lo cierto es que cerca de 3 mil efectivos, entre militares y policías, participaron de las tareas de recuperación del cuartel. Los guerrilleros sumaban 46. Aún así los combates duraron hasta el día siguiente. Eso llevó a algunos analistas –por ejemplo lo escribió el periodista e historiador Marcelo Larraquy– a plantear que “la represión ya parecía una puesta en escena para reposicionar al Ejército”. 

Tras la rendición hubo torturas y fusilamientos de los 13 sobrevivientes detenidos, que en un juicio muy veloz, y que luego fue cuestionado y revisado, fueron condenados a perpetuidad el 15 de octubre de ese año. Gorriarán Merlo, que nunca entró al cuartel y se escapó del país, fue detenido en México a mediados de 1995 y también fue condenado.

Durante los gobiernos de Fernando de la Rúa les conmutaron las penas y Eduardo Duhalde los indultó durante su gestión. Todos ellos, Gorriarán incluido, nunca dejaron de sostener que el ataque buscó frenar un golpe de Estado que, insisten, habían puesto en marcha los carapintadas.

Hay, claro, otras hipótesis. Una es que los integrantes del MTP fueron víctimas de una manipulación informativa efectuada por algún agente del Ejército. Otra que los alentó el propio gobierno radical, con algunos de cuyos integrantes, como Enrique Nosiglia, tenían históricos vínculos políticos.

Gorriarán Merlo falleció en 2006 sin revelar los secretos de La Tablada.

Larraquy plantea otra pregunta: “¿Gorriarán Merlo solo intentó fabricar una realidad con la intención de lanzar a las masas a la calle y cambiar el curso del gobierno, o incluso más, tomar el gobierno por la fuerza insurreccional?”.

Fallecido en 2006 de un ataque al corazón, el nicoleño se llevó el secreto a la tumba. Pero su decisión de volver a las armas, cuando eso parecía absolutamente archivado, recuerda a la famosa metáfora de la rana y el escorpión y expone los límites de las autocríticas de ocasión. El historiador Fernand Braudel sostenía que las ideas son cárceles de larga duración. Hay que ser demasiado lúcido para cambiarlas a tiempo.