La ciencia parte de la incertidumbre. Busca conocer algo. ¿Este año de incendios masivos en todo el humedal frente a Rosario cambiará a ese ecosistema único? ¿Se perderán especies, será menos diverso o simplemente será diferente? ¿Cuán resiliente es el Delta del Paraná a los fuegos sin control que arrasaron sus suelos y animales? La ciencia desarrolla, también, experimentos y unidades de medida para sobrepasar ese terreno fangoso de la ausencia de información. En el caso de las y los investigadores de la Universidad Nacional de Rosario (UNR) que trabajan desde octubre en la isla de Los mástiles, a la altura de Granadero Baigorria, esas operaciones dependen del campo de estudio: el grupo que analiza qué pasó (y pasa) con los insectos hace un muestreo con trampas, el de la vegetación crea un censo por parcelas y el de las aves, observa y escucha.

Este martes soleado de noviembre, la expedición está compuesta por nueve profesionales de esas tres especialidades. Se suman dos ambientalistas de Baigorria y del COA Federal. Once personas con sus largavistas y cámaras de fotos, sus cajas con recipientes vacíos y bidones que contienen líquidos, sus mochilas y anotadores. Cuando bajan de la lancha que cruzó el río, a las 8.50, inician el camino hacia el este, rumbo a la zona de estudio en esa isla santafesina.

Los equipos de distintas facultades forman parte de la Plataforma de Estudios Ambientales y Sostenibilidad (Peas) de la UNR. Esta es la quinta jornada en el territorio y realizarán, en total, once visitas durante 2020, con la coordinación operativa del Observatorio Ambiental. Este martes trabajarán en dos zonas para comparar y analizar las consecuencias de las llamas: un sauzal que fue quemado entre el 27 y el 28 de julio y, del otro lado de lo que era una gran laguna y ahora queda un charco, un sauzal no alcanzado por la “perturbación”, como denominan a los incendios masivos.

Los científicos atraviesan un pequeño monte y se detienen ante un nido de un zorzal colorado. Los especialistas en aves intercambian comentarios. Sacan fotos. Se retoma la caminata y alguien se queja de lo inoportuno que son los barbijos para estas tareas de exploración. Unos pasos más adelante: una calavera de un coipo con sus dientes temibles que aún parecen vivos llama la atención de Guillermo Montero, docente e investigador en Zoología y ex decano de Ciencias Agrarias, y de Clara Mitchel, coordinadora del Monitoreo que realiza la Plataforma.

–Bueno, vamos, dale que faltan 20 minutos de caminata– dice Clara mientras Guillermo examina y se guarda la cabeza del roedor en la caja con los recipientes.

A la derecha o el sur, aún se ve el puente Rosario-Victoria y más lejos algunos edificios de la zona norte de Rosario. Al frente o el este, la isla, la nueva isla: una extraña mezcla de tierra seca, troncos quemados y el verde que perdura o renace. De pronto, una cleome con sus flores lilas y sus hojas verdes comidas por una invasión de insectos. El grupo de zoología cae rendido a los pies de ese fenómeno: un aluvión de datos. Se suma el equipo de vegetación. Alguien podría decir: “Mirá esa planta comida por los bichos” o, quizás más preciso, por “chinches y escarabajos”. Pero ellos se apasionan y comparan y detallan.

–Es un Coleóptero herbaceo de la familia Chrysomelidae. Sólo en esta región hay 400 especies de este tipo.
–Mirá el aparato bucal de éste, es un Reduvio, un predador (de otros insectos).
–¡Qué cantidad que hay en esta planta!
–Esto es rarísimo.

Alan Monzón/Rosario3

Arrodillados, sacan unos frasquitos de vidrio y capturan los ejemplares para analizarlos. Rodrigo Freire, del equipo de vegetación (Cátedra de Ecología, Ciencias Agrarias) explica que las cleomes no son tan habituales en el humedal y dice: “Es la primera vez que veo una tan comida por los insectos”. Guillermo Montero, que además es responsable del Área de Ciencia, Tecnología e Innovación de la UNR, explica que estas plantas generan sustancias como defensa para los herbívoros que pueden comerlas pero, eso mismo, atrae a una especie en particular. Y así se produce el escenario llamativo de una única planta devorada por un insecto especialista mientras las otras se salvan del ataque. Lo segundo que se hace evidente en esta escena es porque los grupos de vegetación y de zoología funcionan juntos en la isla.

Una regeneración pobre

 

Ya en la zona delimitada para desarrollar el estudio, Guillermo, Rodrigo y Graciela Klekailo (también del grupo de vegetación) acuerdan la forma de trabajo. Deben montar las 20 trampas para insectos y las parcelas de suelo a observar de forma paralela; dialogarán entre sí. Guillermo se trepa a un sauce que tiene el tronco semicarbonizado y ata una bolsa negra de residuos en las ramas. Es la señal para ubicar el lugar cuando regresen dentro de una semana.

Advertencia al lector. No es cierto que todos los estudios científicos impliquen un presupuesto elevado o deban realizarse con aparatos costosos. Después de hacer un pozo en la tierra con una pala normal, Guillermo y Ana Paula Carrizo (insectos) colocan la Trampa Pitfall (de caída): un recipiente de plástico transparente que fue un pote de dulce de leche y ahora está numerado con un fibrón negro. Se entierra al ras del suelo para atrapar a los “artrópodos epigeos de la superficie” (o bichos del piso) y se coloca en su interior un líquido especial con ácido acético al 5% (un vinagre con un poco de detergente). Apenas terminan de montar el primer dispositivo, la sorpresa.

Alan Monzón/Rosario3

–¡Ya cayó uno! Un Elateridae, coleóptero: el Conoderus bellus –celebra Guillermo. El líder del grupo dice que esperan reunir un centenar de ejemplares por trampa en esta semana. El objetivo es evaluar “la abundancia y diversidad” que pueden ser “buenos indicadores de la heterogeneidad del hábitat” y “el estado de estrés del ambiente”. El estrés se asocia a un “disturbio” que puede ser una inundación, un incendio o incluso la fumigación con agrotóxicos; la pandemia crónica del suelo pampeano. Eso genera mortalidad o migración de especies y, por lo tanto, redes que se desarman. Incertidumbre.


A un costado, el grupo de vegetación despliega un perímetro cuadrado blanco de dos metros por dos. Lo colocan sobre el suelo para delimitar el área y realizan un censo específico sobre las plantas que encuentran en ese lugar. Anotan gramínea y recogen un pasto verde finito. Después debaten si la planta es una Alternanthera y de qué tipo. La tocan, la miran, la huelen; Rodrigo parece entrar en trance. Recogen una muestra para revisar más tarde con lupa o microscopio. Compararán las muestras con un Herbario completo. Ahora, las envuelven en un diario para secar y conservar que lo fijan en una prensa enrejada de madera. Ahí consta, por ejemplo, escrito en birome azul: “Gramínea 3. Trampa 2”, sobre un diario La Capital de febrero de 2019; prensa sobre prensa.

En solo dos parcelas detectan ocho especies distintas que surgieron sobre el suelo quemado a fines de julio. Manchas de vida en medio del carbón. Parece magia o un milagro (ambas expresiones no son bienvenidas en este grupo). Son rebrotes de una Rosa de río (arbusto con una flor hermosa) y de un Duraznillo de agua (una rastrera: Ludwigia peploides) que sobrevivieron al fuego bajo tierra. La clave fueron los rizomas (tallos subterráneos).

Alan Monzón/Rosario3

Graciela levanta un tronco que se ve quemado sobre la superficie y debajo hay unas hojitas mínimas nacientes. A dos metros, el piso se pone marrón: es madera de un tronco reducido a una fina capa de tierra. “Según estudios que hizo el grupo de suelo (otra disciplina que trabaja en el área, además de la de agua), acá el fuego llegó a entre 500 y 600 grados”, dice. Los árboles en brasas, el pico del incendio forestal. “Tres meses y medio después vemos una regeneración pobre en esta zona”, diagnostica en el inicio del estudio que se profundizará el año próximo.

Si el trabajo sobre plantas e insectos es mutualismo científico, el grupo de aves desapareció hace un rato. Necesitan del silencio para que los pájaros no se espanten y poder escuchar su canto. Son nómades por el humedal que anotan las especies y las fotografían.

La carroña después de la carroña

 

Antes de perderse en el monte, César Giarduz, invitado de COA Federal Rosario y Observatorio de Aves, identificó: carpintero bataraz, golondrina ceja blanca, tordo músico, chajá y teros. Pero observó que en la zona quemada solo había algunas golondrinas y caranchos buscando carroña. Entonces se acercó a Guillermo para saber qué estaba pasando con los insectos y cuál era la vinculación entre ambos fenómenos.

–Es probable que ante un incendio algunos insectos se escapen hacia otro lugar y otros se escondan bajo tierra. Mueren los que quedan sobre la superficie. Los bichos se mueven y se recuperan pero el nuevo estado no es el original. Es distinto.


Al mediodía, las tres investigadoras de aves de la UNR vuelven hacia el grupo: contabilizaron 25 especies en zonas no quemadas. Un dato: no vieron churrinches.

En las zonas donde el fuego hizo daño, por la desidia o por la carroña de productores agropecuarios o inmobiliarios, la falta de plantas puede incidir en la merma de insectos y los pájaros buscan otros lugares. Esa es la dinámica que surge de las primeras observaciones.

Un oasis que se consume

 

Cuatro horas después de haber iniciado el despliegue, los grupos dejan la zona quemada para continuar la tarea hacia el sauzal no alcanzado por los focos ígneos. Primero cruzan una laguna seca. La línea de sauces termina. Los cascotes de tierra sin humedad generaron grietas a sus costados de 10, 15 o 20 centímetros de profundidad. La inestabilidad del suelo no es una metáfora. Cuando se apila la materia seca sin quemar (ramas, ex camalotes, hojas), el piso cruje bajo las zapatillas. La alfombra gris está salpicada por pepas blancas: caparazones de caracoles huecos. Algunos fueron destrozados por dos especies distintas: el pájaro caracolero (los abre con su pico) o el caraú (los rompe).

Alan Monzón/Rosario3

Antes de llegar al monte verde, aparece lo que queda de la laguna. Un pequeño oasis. Dos teros dejaron a sus cuatro huevos indefensos en busca de agua y unas 10 o 15 vacas pudorosas se alejan cuando ven las cámaras. En el sauzal, se repite la lógica de las 20 trampas para los insectos y las parcelas para analizar la vegetación.

"Lo llamativo es que hay mucha broza (restos de plantas y ramas), en algunos casos hasta 40 centímetros", describe Graciela, que coincide con el relato de la guardaparque que lideró las brigadas contra el fuego en el humedal y describió un “colchón de combustible”. También con la teoría de los fuegos subterráneos que no se apagan y resurgen en la superficie. Ella adhiere en parte a esa explicación. Cree que algunos focos cercanos son parte de un mismo incendio pero la dimensión del ecocidio excede a ese fenómeno. "Ahora hay mucha vegetación rebrotando pero luego va a necesitar agua. Esa es la gran faltante también", aclara sobre el futuro inmediato.

Ramiro Ortega/UNR

Guillermo, de insectos, coincide en su primer balance tras ocho horas de trabajo bajo el sol: "El sitio no quemado tiene un sauzal degradado, con muchísima vegetación herbácea, que cubre el suelo. Pero la parte aérea de esta vegetación está completamente seca, debido justamente a esta extraordinaria sequía que nos azota. En consecuencia espero encontrar en este muestreo pocas diferencias entre sitios quemados y no quemado debido a un posible efecto homogeneizador de la sequía".

El especialista en agroecología plantea una dificultad extra: qué pasa si en este tiempo de cambios ingresa una nueva planta -sorgo de Alepo, por ejemplo- y trae diferentes insectos. Cómo evolucionará ese ambiente. Cómo se recupera de fenómenos intensos (inundaciones y sequías) cada vez más frecuentes por el cambio climático. “Para no ponerme tremendista todo esto implica al menos no saber qué puede pasar. No saber si es estructural y no se recupera. ¿Y si se alteran los ciclos de los bichos y a su vez de las aves, qué pasa? Sabemos que el riesgo ambiental es altísimo pero no puedo prever nada”, dice, se pone serio y sigue: “El ecosistema se va transformando. Pero, ¿cómo? En términos del psicoanálisis queremos saber si es resiliente”.

Ellos no lo saben pero al mismo tiempo que miden el impacto de un fuego pasado, desde la otra costa, se ven dos columnas de humo denso, unos kilómetros al noroeste del sauzal. Humo blanco y gris que reafirma que los incendios intencionales no cesan y el daño al Delta del Paraná continúa. Mientras, los investigadores siguen con sus estudios: como hacer una autopsia al lado de un nuevo crimen.

Alan Monzón/Rosario3