“Peligro alta tensión”, dice el cartel de la estación transformadora de la Empresa Provincial de la Energía (EPE) de Dorrego al 1800, entre Cochabamba y Pasco. Hay cables, terminales eléctricas, cosas que parecen turbinas o resortes gigantes. Todo gris e intimidante. Debajo de esas carcasas, hace 150 años, estaban los muertos de Rosario. O algunos de ellos: las tumbas del primer Cementerio de Disidentes. La necrópolis nació en ese lugar en 1860 pero se mudó en 1887 hacia el oeste: subió por Pasco hasta llegar a Avellaneda, por entonces un paraje despoblado de la pequeña pero creciente villa rosarina.

La física cuántica tiene un concepto claro sobre la existencia: solo somos energía y el cuerpo es apenas un envase. La mudanza de los Disidentes, hecha con carretas y caballos se llevó los cráneos, los cúbitos y las costillas en cajas, desde la manzana de Dorrego, Cochabamba, Moreno y Pasco. El mito indica –y algunas voces consultadas para esta nota lo recordaron– que se dejaron olvidados algunos cadáveres bajo tierra. Todavía hoy los empleados más viejos de la EPE recuerdan haber visto pedazos de lápidas al hacer un pozo en el predio. Los relatos parecen condensar en los carteles de la central que alertan sobre una peligrosa energía presente en ese lugar.

Alan Monzón/Rosario3

Alejado de esas paradojas, el nuevo destino del cementerio, tres kilómetros al oeste, generó una anomalía urbanística de otro orden. Lo que era a fines del siglo XIX una zona de quintas y tambos extramuros de la ciudad, comenzó a poblarse con los años. Ya en el siglo XX se levantaron las primeras viviendas que más tarde conformarían el barrio Bella Vista, hoy Cinco Esquinas. El Cementerio de Disidentes quedó entonces rodeado por casas y eso generó lo ya anticipado: una rareza. Pasco, que nace en el río Paraná y cruza la ciudad de este a oeste, muere al traspasar Avellaneda. Se angosta, se angosta y se extingue justo en una puerta.

No en un terreno baldío, no en una avenida, no contra un muro: en una puerta negra cruzada por una cadena que de lejos parece una cerradura.

Perdidos y atrapados

En una de las veredas de esa cuadra de Pasco al 4100, están las casas bajas y un ex lavadero de autos. Hay tantos colores como en el Caminito de La Boca pero todo es más triste.

Del otro lado, un paredón del Cementerio de Disidentes de tres metros de alto. Ladrillos cubiertos de forma tosca con cal y algunos grafitis. En negro: "Maki: Felis 15 te lo decea La Banda del Mago". En blanco gastado: "Cintia: Felices 15. Te lo decea tu familia y tus amigas". ¿Es el muro el que confunde deseo con deceso?

Sobre el césped: una caja de cartón de zapatos forrada con restos de algo que no se entiende qué es; una copa de plástico caída; rosas secas (quizás dos). "Es un ritual, cada tanto aparece alguno", describe un vecino.

Restos de "un ritual" sobre la cortada de Pasco.

La hilera de casas, a la izquierda, avanza de forma recta, como una cuadra normal. La primera, la de la esquina, tiene la puerta reforzada por una reja porque fue usurpada varias veces. Después le siguen el lavadero que cerró este año (Pasco 4119) y otras cinco puertas. En cambio, la pared del cementerio es una diagonal. Y lo inevitable ocurre: a la altura del 4143 los dos mundos chocan y se funden en el enigmático portal.

“¿Detrás de la puerta? Hay una casa, el dueño la estaba alquilando. Ahora vive una familia pero no sé, no los veo mucho”, dice un vecino un poco incómodo con el tema. Otro cuenta que en realidad el dueño murió hace unos años, el inmueble se estancó en una herencia compleja y mientras tanto se instaló otra familia. 

Para cambiar de tema o por hablar de algo, comentan: “Hay gente que se pierde cuando llega acá. Gente que no es de la zona y pregunta por dónde sigue la calle”.

Desde que nace en el río Paraná y cruzando el parque Independencia (hasta avenida Francia), Pasco pertenece al Distrito Centro. Unas cuadras más allá, en Avellaneda, ya es el Oeste. Algo extraño, como el portal negro, debe darse en esa frontera porque de un lado a otro los homicidios se multiplican por cuatro o por cinco según el año.

En 2016, hubo doce crímenes en el Distrito Centro contra 51 en el Oeste. El año pasado fueron nueve contra 43, reveló un informe del diario La Capital. La vulnerabilidad social y la cantidad de villas miseria en cada una de esas zonas directamente no se puede comparar. El Oeste encabeza el ránking de la ciudad con 41 asentamientos sobre un total de 111 que identificó la ONG Techo.

La anomalía urbanística del barrio que con total coherencia se llama Cinco esquinas es además una trampa para los conductores. Una camioneta que viene por Avellaneda dobla por Pasco como para seguir hacia el oeste pero se detiene. Queda atrapada. Puede continuar hasta estrellarse con el vértice de ese cono caprichoso o pegar la vuelta. Por cobardía o pragmatismo, elige la última opción. “Pasa siempre eso”, apunta Jorge, desde el negocio que está en la ochava de enfrente.

El comerciante cuenta que la cortada sin salida tiene un efecto no buscado: combatir la inseguridad. El espíritu tramposo de Pasco al 4100 frustró la fuga de un ladrón hace unos años. El delincuente había robado algunas cosas de un auto estacionado sobre Avellaneda. Después de romper el vidrio, fue advertido por la Policía y cuando escapaba en bicicleta optó por doblar sobre Pasco hacia el oeste. Lo último que vio el infortunado joven antes de quedar acorralado y ser detenido fue el portal que lo miraba de frente.

Los enviados de la parca

Marta se ríe. “Todos le tienen miedo a vivir frente al cementerio”, dice desafiante y retruca con una máxima popular: “Los muertos no te hacen nada, son los vivos a los que hay que tenerle miedo”. Ella le añade una yapa a esa frase: “Los muertos son los mejores vecinos, no te piden nada".

La mujer que vive hace cuatro décadas en la cuadra habla con naturalidad de la fisonomía de Pasco al 4100. Eso sí, no se explica por qué le hicieron vereda a la calle del lado de enfrente, del paredón del cementerio. "¿Para qué, para que salgan a tomar mate?", sigue divertida.

Un recuerdo ensombrece a Marta cuando señala lo alto del muro de Disidentes, desde donde asoma una enredadera. Relata que hace unos años podaron esa planta trepadora por una invasión de alacranes. "Bajaban por la pared desde el cementerio", jura la mujer y fija la mirada entre los ladrillos desnudos, como si perdurara algo del pavor que le inoculan esos insectos milenarios. Dice que se presentaban de noche, que trepaban a las casas de enfrente. A su casa. "Le picaron a uno de los muchachos que trabajaba en el lavadero", denuncia.

"¿Vos te imaginás alacranes trepando desde el cementerio el paredón, bajando del otro lado y cruzando la calle?", responde Mariano Rubio, el titular del Cementerio de Disidentes, en un exceso de racionalidad.

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El director del camposanto en donde descansan las maestras que trajo al país Domingo Faustino Sarmiento en el siglo XIX y los próceres fundadores de Newell’s y Rosario Central, entre otros ilustres, saca cuentas. Con 100 metros de frente sobre Avellaneda, 200 metros de los laterales y 200 de fondo por Valparaíso, más una enredadera de unos tres metros de alto, son dos mil metros cuadrados de enamorada de los muros. "Nunca vimos un alacrán. Buscan la humedad, no la altura", explica. De todas formas, confirma que ellos cortaron la enredadera por la queja de los vecinos de calle Pasco.

Restos bajo tierra

Mariano Rubio no puede explicar por qué el terreno de Disidentes está inclinado y el límite de calle Pasco es una diagonal. Recuerda que el lugar es de 1887 y que en ese momento la zona estaba despoblada. Cuenta que el primer camposanto se creó en 1860 en Dorrego, entre Pasco y Cochabamba. Los cuerpos enterrados en aquel lugar se mudaron a la actual sede pero el primer cementerio siguió abierto al menos dos décadas más. El último entierro fue en 1907.

El ingreso original del cementerio por calle Valparaíso.

Los restos que nadie reclamó fueron retirados por la Municipalidad y llevados al osario común. El mito señala que quedaron huesos sin desenterrar. Mariano, con la misma racionalidad que desechó la teoría de los alacranes trepadores, no desmiente la leyenda. Las sepulturas se corren, se trasladan, la mayoría se hace con un 1,80 metro de profundidad pero puede haber alguna de 1,90 o dos metros. Detalles difíciles de contemplar con la tecnología de hace más de cien años. Por eso, es probable que alguno de los muertos disidentes de la religión católica del siglo XIX sigan debajo de las usinas de energía de la EPE en nuestro siglo XXI.

"Cada tanto cuando hacen un pozo profundo por algún trabajo aparece un pedazo de mármol, los restos de una lápida o un hierro. Huesos yo no vi nunca", dice un trabajador de la actual estación transformadora mientras busca algún rastro de época junto al mástil del lugar.

Un origen torcido

El historiador, escritor y conservador de museos Ernesto Ciunne dice: "La primera división de la ciudad fue por lonjas. Fracciones de terreno que daban al río, hacia el este, y se fijaban límites al sur y al norte pero hacia el oeste no tenía un fin claro".

Ernesto despliega libros y planos en la mesa de su casa para intentar explicar por qué el paredón del Cementerio de Disidentes que da a calle Pasco es una diagonal. Habla de problemas para fijar un norte geográfico o magnético (por brújula) en las primeras subdivisiones de tierras en los años 1700. Sigue con el desarrollo del ferrocarril y sus vías que cortaban el trazado ordenado de la ciudad. Por ejemplo, la diagonal que es hoy Presidente Perón (ex Godoy) era parte del ferrocarril Oeste Santafesino, de la década de 1880. Esos problemas, sumado a los urbanistas privados que subvendieron lotes sin control, generaron desviaciones y quebraron el ideal de un damero perfecto para Rosario.

Con esa lógica, la pared del cementerio abierto en 1887 es una paralela imaginaria a la avenida Presidente Perón (ex ferrocarril) y cruza a las calles actuales.

El habitante que teme

Del lado del cementerio, la enredadera sobre la pared es una alfombra verde que se funde con mil árboles, plantas, arbustos podados con formas, flores y tumbas de mármol. Los restos de los Cerdán y los Ibáñez miran hacia Avellaneda. Sobre Pasco se suceden los Cimolai, Tuseli, Hatar y, un poco más atrás, como a la altura de la puerta negra, los Miguel y los Pérez. Todos ellos están a salvo desde que las autoridades de Disidentes decidieron cerrar el ingreso por los robos y ahora hay que tocar el portero eléctrico para entrar al hermoso predio.

En cambio, la puerta de calle Pasco no tiene porteros ni timbre. Sí una cadena que la atraviesa y le agrega un toque de misterio. La ventana rectangular en el centro está tapada con un cartón gris que deja ver en un patio interior restos de estructuras de hierro, neumáticos y llantas. Un diferencial de auto quedó parado contra la pared exterior como esperando algo.

Alan Monzón/Rosario3

Hubo cambios en la cuadra este año. El portal, hoy negro, era antes de un blanco oxidado. El lavadero “El Gato Félix” cerró y tampoco está el taller de motos de Sergio a la vuelta. Pasaron cosas. Pero nunca nadie atendió la puerta. Este cronista visitó varias veces el lugar. Golpeó un lunes a la mañana, un martes a la tarde, un jueves al mediodía y nadie salió.

Hernán, de 43 años, escucha este miércoles los golpes en su puerta y los aplausos. No le interesa abrir. No espera a nadie y piensa que los vecinos son un mal necesario. Pero acorralado por el sol del mediodía de noviembre que calienta todo, sale para acomodar un cartón en el parabrisas dentro de un Renault 9 gris estacionado en la cortada.

Fuera de su guarida, Hernán, por fin, habla. Asegura que compró la casa hace nueve años y que vive con su familia (mujer y tres hijos de 4, 6 y 8 años). Acusa primero a la Municipalidad y después al cementerio como responsables de la cuadra torcida con un inexplicable tono defensivo.

El hombre de chomba gris, bermuda vaquero y zapatillas Nike, cabeza redonda con poco pelo y una barba de días, reconoce que no hay muchas calles que se mueran en una puerta pero dice que su casa no tiene nada de extraño. Parece restarle toda importancia a las preguntas, a los alacranes y al tema en general. Es un refutador de leyendas agrio. Hasta que de pronto algo se enciende en él y suelta: "Voy a hacer un sótano".

No explica mucho para qué lo quiere salvo que necesita espacio. Pero entonces sí habla de su relación con su principal vecino. "No me da miedo. No le tengo miedo ni al cementerio ni a los muertos", dice, piensa y sigue: "Sí le tengo miedo a la muerte". No a cualquier muerte. Hernán baja la mirada por primera vez y se concentra: "Tengo miedo a que me maten, a que me den un balazo, así de la nada en la calle".

"Eso sería feo, feo"; el último "feo" casi no se oye. No hay mucho más para hablar. Hernán se pierde en su propio abismo en ese punto donde se apaga la calle Pasco para renacer, rebelde, del otro lado del cementerio.