Rocío puede ver las letras PNH colgadas de las torres del gran hotel de Puerto Norte desde el patio superior de la cárcel de mujeres de Rosario. Aunque pareciera que sus ojos son sólo para Milton, su bebé de ocho meses que se mueve imparable con su andador por el comedor, único espacio común para las presas de la planta alta, cuyo techo a punto de desmoronarse fue cubierto por una red metálica para atajar los cascotes, destino final de jaula de palomas y gorriones con necesidad de refugio. Acababa de irse del pabellón de abajo destinado a madres y embarazadas tras pelearse con Rosana. La que se armó en ese enero caliente y mojado de 2017. “Yo fui y le dije ‘fíjate que tu hija, la Fiore, lo está ahogando al nene con la sábana. Empezó a gritarme de todo ´vos te crees que me hija es una asesina`. Le dije que no había dicho eso pero no había quién la bancara. Fui y le di una piña porque me re cansó”, cuenta.

El techo a punto de desmoronarse fue cubierto por una red metálica para atajar los cascotes

El calor intenso de fin de febrero la obliga a recogerse el cabello recién teñido; también a llevar sólo una musculosa y unos shorts mínimos que despejan su piel café con leche, cruzada de cicatrices y tatuajes en piernas y brazos, huellas imborrables de sus idas y vueltas por cárceles desde los 18 años. Ahora con 26, su cuerpo sigue fuerte al igual que su voz alterada por gritos de matrona imperativa y risotadas que liberan algo de su espíritu despreocupado. “Yo no aguanto a nadie”, confiesa sobre su mudanza de pabellón y le mete pedacitos de pizza al bebé en su boquita gustosa. “Ahí no se pelean pero se hacen la cabeza re mal y después toman mates juntas. Son una manga de falsas, ¿por qué no te agarrás a piñas de última?”, se indigna. Para ella, conocedora de la cárcel desde adolescente, los códigos cambiaron para mal: “Antes era re corta, tenías problema con alguien, te cagabas a trompadas, vos por tu lado yo por el mío. O peleás por tus cosas o me quedo con tus cosas”. Quizás por eso no le termina de cerrar lo del Whatsapp.

Camino a la planta alta del penal.
(Mujeres tras las rejas)


Horas previas al 31 de enero, las mujeres detenidas en el pabellón de abajo del también llamado Instituto de Recuperación de Mujeres, dejaron de lado diferencias y miserias, discusiones y resentimientos, para mandar un mensaje al “afuera”. A escondidas de las empleadas –integrantes del Servicio Penitenciario de Santa Fe- escribieron una especie de comunicado de prensa. Nada de gritos ni de fuego a los colchones, nada de cortarse la piel hasta que sangre; sólo palabras escogidas y meditadas que leyó la voz más clara y que fueron enviadas a conocidos y medios de comunicación a través de teléfonos celulares que la mayoría tiene a escondidas. El Whatsapp encadenaba denuncias y viejos reclamos por las condiciones de detención y del edificio donde se arreglan cuentas pendientes con la ley. Allí, en calle Thedy al 300 bis, nacido como convento para la redención de las almas descarriadas del lugar, se viene abajo en medio de decenas de torres que le ganan al sol a fuerza de un imparable desarrollo inmobiliario que transformó el barrio Refinería, antiguo paraje de la clase obrera, en Puerto Norte, una de las zonas más exclusivas de la ciudad. Invisible para la mayoría de los rosarinos, aún conserva un latido leve y se mantiene en pie, respirando el polvo que escupen sus cientos de pedazos vibrantes en celdas y patios sofocantes. “Irrecuperable” para el propio gobierno de la provincia de Santa Fe, que planea desde hace años la construcción de un nuevo predio, alberga a las mujeres que, aparentemente, trasgredieron las normas. Las que se portaron mal. 

Nada de gritos ni de fuego a los colchones, nada de cortarse la piel hasta que sangre; sólo palabras en un Whatsapp


A principio de 2017, en Santa Fe había 4534 varones y 98 mujeres presos, de acuerdo al Ministerio de Seguridad de Santa Fe. Para esa época, de esas pocas internas, 43 (con 7 niños) vivían en la Unidad Nº5 de Rosario, distribuida en dos plantas con sus respectivos patios, división que opera simbólicamente para la población: las mujeres embarazadas, madres o enfermas identificadas con una buena conducta son alojadas abajo y el resto en la parte superior, donde no sólo hay un techo-jaula, sino paredes agrietadas que fueron pintadas por las mujeres con nombres propios y dibujos, abiertas por algunas ventanitas inalcanzables. En un extremo del comedor hay una escalera que lleva a un subsuelo, zona de celdas separadas por paredes de durlock y cortinas, privada de ventilación e iluminación naturales, con un baño de uso común en donde a la par del agua de la ducha “llueven” restos de material. Hasta allí desciende Rocío para traer unos bordados de flores coloridas que aprendió a hacer en un taller de la ONG Mujeres tras las rejas, la única organización que ingresa al penal y ofrece contención y actividades recreativas, como por ejemplo, un programa de radio que producen y conducen ellas mismas. Muestra con satisfacción las telas, cree que una vez afuera pueda sacar alguna ganancia con su venta. “No hago nada más porque no hay nada más que hacer. Hay un taller de producción de costura pero no empieza porque no hay personal. Me dijeron que me iban a dar trabajo ahí pero no pasa nada”, dice sobre las alternativas laborales intramuros que se reducen a cocinar o limpiar por un salario que va entre los 500 y los 1900 pesos mensuales. Mientras tanto, el calor se hace insoportable, el mate caliente deja de ser un alivio para la garganta sedienta y las presas optan por mojarse y permanecer sentadas en ropa interior, aplastadas por un verano fatal.

La vida intramuros transcurre hora a hora, intercalada por eternas tardes pasivas y momentos de tensión y violencia, desesperación y angustia, la mayoría de las veces sólo apaciguados por pastillas y marihuana que consumen en cantidad. Rocío no cuenta con eso ahora que Milton es bebé pero reconoce que si le traen una bolsa de hierba la podría fumar toda en minutos; así podría dormir sin acordarse ya de su niñez sin papá, la furia contenida, sus escapadas y su callejeo, sus adicciones, las rejas. “Yo violé el arresto, estoy presa por la misma condena que nunca termino de pagar. Cumplí 4 años y después pasó que me agarró la loca, justo me habían prestado una pistola y me fui a robar. Para mí fue una boludez, me había re hinchado, re calentado y me fui a una pañalera de Jujuy e Italia. No pensé”, admite con el mismo tono en el que dice que sólo le tiene miedo a dios: “Te castiga y yo hice mal las cosas”. Quizás por eso cuando llega el cura Ariel se levanta de la reposera, deja el mate servido en la mesa de plástico y le acerca al bebé para que lo haga upa. Aunque asegura que es evangelista, se muestra interesada por el “padrecito católico” que, en cambio, las otras internas ignoran dele pitada y pitada mirando al infinito. El sacerdote vino acompañado por un guitarrista que sin perder tiempo toca una canción de las que suenan en las misas. La música, contagiosa o milagrosa, logra que las chicas interrumpan su letargo para aplaudir entre risas pícaras.

Algunas incluso, tararean la letra y por un ratito, se convierten en colegialas. Si dios existe en ese momento, les resulta muy divertido.

La vida intramuros transcurre intercalada por momentos de tensión y violencia, apaciguados por pastillas y marihuana

Cicatrices intramuros.
(Mujeres tras las rejas)


Rosario es la tercera ciudad de Argentina en cantidad de habitantes, con un poco más de un millón. Pero sobre todo es una gran cuna, lugar de nacimiento de varios símbolos más o menos trascendentes, desde la bandera nacional – en 1812 Belgrano la creó a orillas del río Paraná- el Che Guevara y Lionel Messi. También es tierra natal de otros “estrellados”: Alberto Olmedo, Rafael Bielsa, Ángel Di María, Roberto Fontanarrosa, Fito Páez. Esta particular tendencia de engendrar “hijos” talentosos, acompañada de la imposibilidad de pronunciar las eses y erres finales, conformó una identidad a la que se le sumó el nacimiento del rock al son de Los Gatos. Después sería la Trova rosarina otro punto de inflexión musical que aportaría a la ya consolidada marca bohemia y prostibularia. La fama de comer gatos llegó a finales del siglo XX, origen de una construcción –sobre todo mediática- de una ciudad de dos caras: una próspera adobada por la renta del sector agropecuario y la especulación financiera que mira al río; otra marginal donde en los últimos años se ha fortalecido sólo el narcotráfico y con éste otro invento rosarino: el búnker de drogas, especie de casilla precaria donde niños y adolescentes eran usados para la venta de drogas. Todo indica que una parte no existe sin la otra y que algunos de esos pibes son detenidos por la Policía como el eslabón más sensible y desprotegido. Algunas son chicas y van a parar a la casa del pasaje Thedy, sobreviviente al proyecto municipal de Puerto Norte, comprendido en unas cien hectáreas de la zona centro-norte de la ribera. Son tierras desafectadas de actividades productivas y de comunicación de un elevadísimo valor por su proximidad al centro y al río, donde se empezaron a construir en 2004 torres de vivienda y oficinas dirigidas a sectores acomodados, a partir de la apertura de una fuente de recursos privados comprometidos a generar obra pública y viviendas sociales. Una de esas inversiones se tradujo en Puerto Norte Design Hotel, seis pisos y 3 subsuelos de sofisticada arquitectura sobre la avenida Carballo 148, destino internacional para quienes pueden pagar una vista privilegiada de las islas entrerrianas. Su sigla PNH es lo que alcanzan a ver de él las presas de arriba de la Unidad Nº5, esas letras a las que Rocío no les presta ninguna atención.

Puerto Norte
Eli podía ver los edificios de Puerto Norte desde la ventana de la sala de costura de la cárcel donde hasta diciembre se hacía unos pesos. “La pucha”, pensaba entonces ante semejante despliegue de ladrillos. A lo largo de los 5 años que lleva presa en el instituto su propio horizonte cambió poco y nada: la misma humedad en las paredes, los trozos de techo enredados en el pelo, la pequeñez de un patio enrejado donde se secan las pilchas de siempre, las horas vacías, la hostilidad de las empleadas, la cena sin sabor. Pero en ese enero caliente de 2017 se entusiasmó con la idea de hacer algo diferente y junto a sus compañeras de planta baja orquestaron el comunicado que mandaron por Whatsapp: “Hasta quemamos colchones para ser escuchadas y al contrario, siempre nos hicieron sumarios. Había que hacerlo público de alguna manera. Se grabó, se mandó con una visita, se posteó y se empezó a compartir. Conseguimos los números de los canales también”, precisa sobre el moderno modus operandis de un reclamo que se convirtió un mes después en un hábeas corpus al que la Justicia dio lugar.

“Estoy pagando una condena injusta de 19 años y mientras tanto lucho por las condiciones de vida acá adentro porque se nos está viniendo la cárcel encima”, comenta entre mate y mate bien azucarados y cebados con gran respeto a una ronda que se formó en el comedor de la planta baja. A esa parte de la cárcel se accede bajando una escalera que desemboca en un patio pequeñísimo, una verdadera trampa para el sol calcinante del verano y único espacio desde donde mirar un cielo recortado por gruesos alambres de púas. Eli tiene 41 años, después de la “abuela” es la mujer más madura del pabellón y unas de las más antiguas pero más allá de su evidente liderazgo, no carga en el cuerpo los típicos signos carcelarios. Así como Rocío se mudó a la parte superior a pesar de tener a Milton, ella habita abajo aunque sus 5 hijos, ya mayores, vivan afuera. Sin embargo, no deja de mostrarse maternal con los hijitos de las otras chicas, ya sea festejando sus monerías o preocupándose por sus necesidades, sobre todo las de su ahijada Fiorella, la hija de Rosana. Esa tarde de febrero en la que el ventilador da vueltas sin éxito, asegura que en estos años se dio cuenta que ayudar a las demás le da el impulso para seguir adelante y más allá de las peleas siente que está en familia. “Yo sé que hay gente que piensa que somos monstruos pero somos mamás y abuelas. Tengo ganas de seguir viviendo, estudiar y trabajar para adaptarme otra vez a la sociedad como cualquier persona. Sé que cometí un error, le fallé a mi esposo pero no era para tantos años. ¿Quién en esta vida no comete un error de tener un amante? Pero bueno había mucha plata de por medio y no supe defenderme”, dice como si tuviera enfrente al padre Luis de quien es muy cercana.

Un patio pequeñísimo, una verdadera trampa para el sol y único espacio desde donde mirar un cielo recortado por alambres de púas

Patios enrejados.
(Mujeres tras las rejas)

Sin escaparle al pasado, se anima a reconstruir sus días de niña en el Hogar del Huérfano, lejos de una mamá alcohólica –también estuvo detenida en la Unidad Nº 5- y 11 hermanos a los que trató de reunir cuando fue mayor. Luego vendría la primera hija, una viudez temprana, dos hijos más y su ida a Buenos Aires por un trabajo cama adentro. Ahí conocería a ese hombre 33 años mayor que, según la Justicia, mató por dinero. De acuerdo a su versión, el tipo la obligaba a prostituirse –Eli se encargaba de entretener a viajantes en Puerto Madero- y también le pegaba pero igualmente aceptó casarse y tener dos hijos con él porque sentía que le daba protección. Juntos pudieron tener su propia casa y negocios prósperos, aunque su relación era cada vez más tensa. Después, se enamoró de un hombre al punto de blanquear el romance con su marido. Ese encuentro amoroso sería dolorosamente clave en su vida: “Hacía 7 u 8 meses que me había separado de él y me empezó a perseguir y cometió la desgracia, lo mató a mi esposo y yo quedé agravada por el vínculo. Fue re horrible”, señala sobre el crimen cometido en Rosario, en 2010. Después apura ruidosa un mate cortito y apunta los ojos hacia el tablón que hace de mesa. Mirar hacia adelante es más difícil aún. “A veces no puedo más, lloro, no tengo fuerzas. Tengo ganas de colgar una sábana y fue”, murmura apenas perceptible. Los catorce años por delante le hacen temblar la voz.

“A veces no puedo más, lloro, no tengo fuerzas. Tengo ganas de colgar una sábana y fue”

Patio del pabellón de abajo.
(Mujeres tras las rejas)
La última cuadra de la calle Thedy, donde está emplazada la cárcel de mujeres junto a la comisaría 8ª de Rosario, es perpendicular a Carballo, una avenida que bordea parte del Paraná y sobre la cual se evidencia el avance de Puerto Norte. Como muchos rosarinos, el diputado provincial del Frente Social y Popular (FSP) y periodista Carlos Del Frade se sirve de esa traza para ir del centro al norte y con el río imponiéndose a su derecha, descubre un sonido, un olor, un gesto subyacente a este cambio aparentemente arquitectónico. Para el especialista en narcotráfico, desde que Argentina empieza a importar efedrina en 2007, las pandillas regionales hasta ahora limitadas a la distribución minoritaria de drogas dan el gran salto. “Los Monos dejan de ser simples supermercados de violencia para convertirse en el primer grupo santafesino mayorista de cocaína y marihuana”, señala sobre una de las bandas locales más famosas y agrega: “Ese mismo año es el inicio del boom inmobiliario en Rosario. Ambos desarrollos son simultáneos y en muchos casos, el mercado inmobiliario comenzó a recibir el dinero que iban acumulándose con este crecimiento geográfico de la distribución y el consumo”. Ese dinero narco que se lava en ladrillos –también en el fútbol, empresas de turismo y casas de cambio, autos de alta gama, etc- también alcanza a las mujeres, de acuerdo a Del Frade. “Desde 2005 las cárceles en la Argentina comienzan a albergar a mujeres jóvenes, muchas de ellas mamás, que encontraron un método de sobrevivencia como vendedoras barriales de sustancias prohibidas”, sostiene.

“Las cárceles albergan a jóvenes que encontraron un método de sobrevivencia como vendedoras de sustancias prohibidas”

La Unidad Nº 5 no escapa a esa realidad con un aumento de internas veinteañeras ligadas al narcomenudeo en los últimos años. “Ante la desarticulación de los trabajos barriales que alguna vez caracterizaron Rosario, como los talleres textiles, las tiendas y los metalmecánicos, el sistema distribuyó dos de sus negocios: armas y drogas. Las mujeres pusieron el cuerpo, como siempre, y por eso hoy pueblan las cárceles que, como suele ocurrir dentro del capitalismo, están llenas de personas empobrecidas, saqueadas desde el nacimiento”, concluye.


La Gringa suele tomar calle Thedy para ir hasta Alberdi. “Tengo muchos viajes a la zona norte y cada vez que paso por la cárcel digo ´guauuu, yo estuve ahí´. Antes de caer, también pasaba y pensaba en las pobres mujeres y años después me tocó estar a mí. Nadie está excepto de esto, uno juzga y te puede pasar”, advierte sentada en un bar aunque a cada rato se levanta para chequear que el taxi que conduce desde hace algunos días y que dejó estacionado, siga entero. Está contenta con este trabajo que logró conseguir tras muchos papeleos, no sólo porque le permite ganar dinero a sus 50 años sino porque puede estar en la calle, de acá para allá, después de 4 años de encierro. “Salí con la frente en alto porque no le debo nada a nadie. Si alguien cree que hice algo malo, ya lo pagué”, piensa en voz alta, sonriendo a menudo. Su cabello platinado, los aros colgantes y las uñas pintadas le dan un aspecto jovial. De recién bañada.

"Nadie está excepto de esto, uno juzga y te puede pasar”

El 29 de enero de 2017 concluyó una condena por robo y tenencia de armas, delitos de los que asegura es totalmente inocente. Un par de días después, recibió en su celular el audio de sus ex compañeras de la planta baja del penal de mujeres y no dudó en reenviarlo porque aún se siente parte del lugar a pesar de haber luchado durante toda su estadía por salir, por despegarse de las jergas, de las costumbres, del fumadero y los psiquiatras, los cortes en la piel, las trifulcas y las requisas de las empleadas y sus garrotes en medio de la noche. “La cárcel era impensada para mí, con 5 hijos, siendo repostera. Pero cuando llegué me mentalicé que estaría en una vieja pensión, con sus habitaciones sin paredes a donde no entra ni una gotita de aire. Quedé detenida un 12 de agosto de 2010 y un 31 de diciembre fui trasladada a la cárcel. En el camino me decían todo lo que me iba a pasar ahí, que me iban a agarrar de mujer pero en planta baja me recibieron muy bien. Llegué en una fecha muy especial, yo me mentalicé que era un día más porque mi cuerpo estaba ahí adentro pero mi mente estaba afuera. Y lo viví así todos esos años porque si no te hace muy mal, lo vi en otras personas y me dije no. El 12 de enero ya estaba trabajando en la cocina, después fui a marroquinería, nunca me quedé sentaba esperando nada. Si te tirás a la cama, ahí te quedás”, dice sobre los primeros instantes detrás de las rejas. Admite que su prontuario la convirtió en una especie de “Pepita la pistolera” a la que las otras respetaban como “gran ladrona”; su madurez y su indiferencia a las drogas y las peleas también la distanciaron de lo peor de la cárcel. “Vi muchas cosas que nunca había visto en mi vida, que jamás creí que iba a verlas. A muchas jovencitas que llegaron bien, muy drogadas y dopadas porque ahí si no te sentís bien lo primero que hacen es llamar al psiquiatra. Un día una chica le clavó una tijera a la otra, se estaban peleando porque estaban empastilladas”, se acuerda. “Se le tiene miedo a las guardiacárceles que vienen a cada rato y te dan vuelta todo y que buscan tu reacción, ocasionan los motines porque rompen todo. Ellas mismas se encargan de avisarle a las internas por qué entraste y a las que están por matar a sus hijos les hacen la vida imposible”, suma a una imaginaria lista negra. “Ahí no se recupera nadie, nadie te ayuda”, remarca una y otra vez, sobre aquellos días en la casa de Refinería que, lejos de quedar atrás, se incorporan a su vida actual. La Gringa siente que ahí se hizo más fuerte.

“Ahí no se recupera nadie, nadie te ayuda”

Juguetes de niños en el patio del pabellón de abajo.
(Mujeres tras las rejas)


A Roció, a Eli y también a la Gringa les cuesta creer que, finalmente, el gobierno provincial haya comenzado la construcción de una nueva unidad penitenciaria en 27 de Febrero y calle 1706, en la zona oeste rosarina. La misma reacción tienen las integrantes de Tras las Rejas, la ONG que acompaña la reclusión de las mujeres, ya que hace más de diez años la mudanza es sólo una promesa incumplida, un recurso al que han apelado las autoridades de los distintos colores políticos, históricamente, ante los múltiples reclamos de las internas. Sin embargo, a pesar de ser el último proyecto en materia carcelaria a ejecutarse por el Frente Progresista Cívico y Social -ya cuenta con tres gestiones consecutivas en Santa Fe donde sí se han desarrollado acciones a favor de varones presos- los primeros ladrillos ya están puestos en la tierra y se espera, según indicaron desde el Ministerio de Seguridad provincial, que para fin de año se pueda trasladar a las presas. Este mini penal contará con plazas para 120 mujeres, un área social, un pabellón de aisladas, 3 pabellones comunes y otro más para madres con jardín de infantes dentro de un conjunto edilicio destinado a las alcaidías regionales. Todo hormigón rodeado de verde.

Mientras tanto, las mujeres de calle Thedy deberán esperar en un inmueble que el propio Estado admite como “no recuperable”, con su enorme grieta en el frente y sus otras tantas quebraduras por detrás. Tendrán que soportar ahí un invierno más y los inconvenientes que traerá aparejada en junio, la construcción de un edificio en el terreno lindero que, como mínimo, cubrirá las escasas fuentes de luz abiertas en ese lateral. ¿Temblarán las paredes del penal cuando la pala empiece a revolver la tierra de al lado? El tiempo pasa lento en la cárcel y para diciembre falta mucho.