Faltan quince minutos para las ocho de la noche del viernes 20 de marzo que pasará a la historia como el día 1 del aislamiento obligatorio en Argentina por el coronavirus. Rama conecta cables y prepara equipos en el balcón de su casa. Toma el proyector que tenía guardado para ocasiones especiales y apunta a una pared de enfrente. A un paredón gris que da a un patio. Piensa, elige Zamba, da play y las imágenes empiezan a correr en ese muro del otro lado de la calle.

Desde el patio de la casona de enfrente, un misterioso lugar en donde viven unos 14 ó 15 chicos que ya estaban aislados desde mucho antes y por otro mal que también es global, se asoma un niño. Ese primer explorador le comenta a otro lo que ocurre. Se juntan tres y cuatro, y esos llaman a los otros. “¡Hay dibujitos en la pared!”, dicen. Miran a un lado y a otro, festejan pero no entienden de dónde nace aquello. Pasan de la sorpresa a la emoción y desde ahí se acomodan para el disfrute.

Zamba y los suyos se apropian del nuevo lienzo gigante y entonces una mujer encargada de ese hogar, que está enfrente de la casa de Rama, apaga las luces del patio. La oscuridad hace efecto. Las imágenes ganan en intensidad, tienen más brillo, más contraste; las sombras de hace un rato son personajes definidos y el cemento triste ahora es otra cosa: la magia del cine; como un Cinema Paradiso de la pandemia.

Entonces llega un pequeño estallido de los chicos, que ahora son diez, doce, catorce, y aplauden y gritan. “La granja de Zenón”, pide uno. “Zenón”, refuerza un segundo. Al poco tiempo, el brote es epidemia. “¡La-gran-jaaa-de-Ze-nóoon”, dice el coro de espectadores como si le indicaran a un payaso de circo dónde se fue la payasa.

A Rama le cuesta entender lo que le piden a unos 50 metros, del otro lado de la vereda. Tiene 37 años y con su pareja, Meli, no tienen hijos. “¿Qué es Zenón?”, se pregunta. Investiga en su notebook y encuentra esas animaciones infantiles que son top 1 en videos de Youtube. Otra vez play: sale Zamba y entra el Gallo Bartolito. Se produce ahí mismo, en la noche de este viernes descolocado del carril habitual del mundo, la segunda ovación, el segundo estallido de alegría aunque nadie termina de entender bien qué pasa ni quién es cada uno al otro lado de la calle, que, como las fronteras en tiempos de pandemia, deviene en un trazado estéril. Tan artificial como la idea de la salvación individual. Y así, sin más explicación, nace otra cosa en la cuadra.

El cartel de la noche 3

 

Rama es Ramiro García. Desde abril de 2019 vive en esa casona del año 1909 que también es un teatro (en planta baja), y en dónde él además trabaja. Es actor, director de teatro y dramaturgo. Por supuesto que también vende entradas, programa funciones, produce, acomoda a la gente y lleva la contabilidad. El dueño del teatro y él gestionan el lugar. Su primer piso (un PH) tiene una azotea que da hacia el centro de su manzana en Buenos Aires, donde hay algunos edificios, y el balcón que usa poco y que da a la calle.

Bien enfrente funciona un hogar que aloja y contiene a mujeres víctimas de violencia de género con sus hijos. Desde bebés hasta adolescentes. 

Sin trabajo en el teatro, con espacio de sobra en su casa (que además está conectada a sala de planta baja), sin mayores complicaciones más allá de la siempre perturbante idea de no poder salir, Rama pensó en sus vecinos. No conocía a nadie del hogar de enfrente pero sí sabía que había niños recluidos que salían al patio. Él tenía el proyector, el tiempo y ese motor para hacer cosas que no pide permiso. Y se lanzó.

Lo hizo el viernes. Lo repitió el sábado (con las instalaciones mejoradas) y el domingo ocurrió algo extraño. Los chicos levantaron un cartel que no alcanzaba a leer desde la otra vereda. Había movimientos en el patio que él no entendía. Hasta ese momento, la comunicación consistía en que él proyectaba y los pibes miraban. Aplausos, gritos y no mucho más. Pero el cartón que se agitaba le encendió una alarma.

Rama recordó que en la puerta del lugar siempre hay una pareja de custodia, dos policías de civil, y que a la noche encienden una luces para iluminar el predio, como medidas de seguridad. Temió estar haciendo algo mal. ¿Y si los había puesto en peligro?

–A lo mejor te quieren agradecer –le dijo Meli, su novia.

–¿Te parece? –le respondió él, y enseguida le gritó a sus vecinos y espectadores– ¡Tírenlo a la calle y yo lo busco!

Rama bajó a la vereda y levantó el cartón con un mensaje: “Gracias por todo!” y una firma: “Los chicos”.

Segunda función, otro desafío

 

El lunes se rompió la computadora y no hubo proyección pero el martes volvió con un cambio: no más cortos y videos. Los chicos vieron una película completa, Toy Story, y regresaron los gritos y los aplausos.

La cuarentena obligatoria por la pandemia amenaza con extenderse y Rama también. Comenzó el martes con las proyecciones para adultos del otro lado, desde la terraza y para los vecinos de su manzana. Algo así como un segundo turno después de la matiné para niños y niñas. También trabaja en un monólogo para montar una obra de teatro en ese espacio abierto.

Hay un dicho muy extendido por estos días: “Las crisis sacan lo mejor y lo peor de cada uno”. Encierra una generalización que puede ser injusta, como si eso (lo bueno y lo malo) fuese aleatorio. Quizás estos acontecimientos solo hagan emerger lo peor de los peores (los que especulan, los que acopian, los que huyen en yates) y lo mejor de los mejores.

La proyección desde la azotea el martes 24 a la noche