Son las 11 del miércoles en Los Pumitas, el rincón norte de Empalme Graneros que concentró la atención del país. Pasaron dos días de la pueblada que se levantó contra el poder de los transas del barrio rosarino. El ministro de Seguridad de la Nación, Aníbal Fernández, arriba a la ciudad para presentar la llegada de más agentes federales, y acá, en el pasillo de la casa donde vivía Máximo Jerez, el chico de 11 años asesinado a tiros el domingo a la madrugada, su familia, los que quedaron, tienen miedo.

Jorge, el tío de Máximo, explica que no van a hablar ante las cámaras. Julio, el padre, apenas se asoma pero se quedará adentro. Después de la furia del lunes, cuando demolieron y prendieron fuego cinco casas y kioscos de droga vinculados a la familia del Salteño, señalado como líder de la banda narco del lugar, llegaron las amenazas. 

La presencia de los medios en vivo sirvió de custodia (y quizás impulso) en un primer momento pero eso mutó en peligro. El barrio es chico y todos se conocen. Los vecinos y familiares andan encapuchados por el temor a una venganza. Las cámaras buscan reflejar el estallido social de una Rosario atravesada por las balas y las disputas del narcomenudeo pero los exponen.

El silencio esconde una tregua. Los policías ahora están por todos lados: hay siete patrulleros fijos y otros dos de las Tropas de Operaciones Especiales (TOE) que circulan. En algún momento, sospechan todos, se irán y estarán solos, como siempre ha sido. Esperan la llegada de los gendarmes prometidos por Nación. Primero a la mañana, después al mediodía. Ocurrirá pasadas las 17.

Los familiares bajaron el perfil pero otros vecinos se acercan y susurran lo que ocurre. El martes a la noche, después de la marcha para reclamar justicia y pedir seguridad, desde una moto tiraron tiros. Más tarde llegó una orden directa para que devuelvan las cosas de las viviendas saqueadas, demolidas e incendiadas; aquello que vio Argentina en vivo.

Parece inverosímil pero ahí están sobre la vereda de calle San José, a metros de donde asesinaron a Máximo y al lado de la última casa atacada el lunes (que estaba alquilada): sillón, colchón, heladera, muebles, tirantes y hasta un inodoro semiquemado; parte del impensado botín devuelto.

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La marcha del martes a la noche fue hasta Génova y Ottone. Son cinco cuadras, cinco minutos a pie, desde la canchita de fútbol. En esa cuadra está el Club Reflejos, donde unos 20 gendarmes se instalaron el año pasado. Una base poco tradicional para diagramar operativos y con escasa publicidad.

Ahora son las 10.30 de la mañana y dos agentes cruzan a un kiosco a comprar una gaseosa. Adentro, ajenos al acto que encabeza Aníbal Fernández en el Destacamento Móvil de Circunvalación, esperan nuevas órdenes. Frente a ellos, en diagonal, está el galpón de Génova 2425 donde hace apenas seis meses, el viernes 26 de agosto de 2022, secuestraron 1.658 kilos de cocaína de máxima pureza. 

En la puerta, un volquete con restos de una limpieza que incluye muestras del alimento balanceado a base de maíz en donde se escondía la carga detectada.

–Me desperté a las 3 de la madrugada por el ruido aquel viernes, salí y había unos tipos barbudos, medio mal vestidos, que nos dijeron que eran policías y estaban adentro del depósito –recuerda Luci, que vive al lado del lugar.

–Cuando fui a sacar el auto para no quedar atrapado por el operativo me pidieron que no les pise los ladrillos con la droga, que ya habían empezado a desplegarlos en la calle. Nunca me imaginé que eso podía estar acá al lado, que es alquilado, antes arreglaban lanchas –se suma Ernesto, marido de Luci y vecino de hace 40 años.

Atrás aparece la dueña del galpón. Pide no ser nombrada. Jura que es ajena al mundo narco. Alquiló el predio por inmobiliaria y nunca supo a quién ni para qué. El viernes pasado la Justicia liberó el predio tras las investigaciones y le dieron una semana para limpiarlo. El alimento procesado para encubrir la coca atrajo a las ratas. “Yo soy docente, soy reikista, no tengo nada que ver con esto, tengo un hijo discapacitado y este lugar era de mi marido que ya falleció”, explica. Cuenta que vino a esperar a una persona que tiene que desmalezar y desratizar, para volver a alquilarlo. “Esto me trajo muchos problemas”, dice y muestra los oficios judiciales.

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La carga venía desde Colombia y tenía como destino Emiratos Árabes Unidos. El motor del narcotráfico es mover algo prohibido (y muy demandado) de un lugar a otro. Rosario es una puerta de ingreso por las rutas terrestres, las avionetas en pistas clandestinas y la autopista líquida de la ex Hidrovía, y también una salida al mundo desde su puerto. 

Aquel viernes, el despliegue inusual de fuerzas federales y los 680 ladrillos de cocaína sobre la calle conmocionaron a Empalme Graneros. Una mercancía valuada en unos 60 millones de dólares, que se apreciaría aún más en futuras postas. Apenas una muestra del gran negocio global del consumo de drogas. La gran mayoría de la sustancia se va, pasa de largo por la ciudad, atiende a los clientes del primer mundo. Pero un resto, un pequeño vuelto de cocaína, quizás para pagar fletes y mano de obra, para comprar alguna voluntad, para quebrar controles estatales, queda acá.

Y la disputa por ese mercado residual que se distribuye en los barrios y multiplica puntos de venta (que ya no son tanto búnkeres cerrados como años atrás sino kioscos o casas tomadas); ese universo sin un único jefe ordenador, desata un caos de pólvora y venganza; un largo grito de dolor y de furia.

Esa lógica explica el 70 por ciento de los 287 homicidios en el departamento Rosario durante 2022, según el Observatorio de Seguridad Pública provincial. El nuevo año no modificó esa dinámica de sangre. Febrero tuvo más velorios que días.   

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Hugo Jerez migró de Chaco a Rosario en 1993 con dos de sus hijas: Antonia y Margarita. Después se sumaron Julio y Ana María. Julio Jerez tuvo cinco hijos y crió a un sexto como propio. Uno de ellos, Máximo, tenía 11 años y jugaba al fútbol en el Club Los Pumitas. El sábado a la noche estaba con sus primos en la casa de una de sus tías.

A Ana María le encanta recibir gente y preparó unas pizzas caseras, sobre un pasillo de calle San José, a metros de Cabal. El barrio estaba animado esa noche. En la canchita se jugó al fútbol hasta tarde. Cuando el calor aprieta nadie quiere meterse debajo de los techos de chapa y el sueño llega de madrugada.

Máximo, dos primos de 13 y una nena de 2 salieron a comprar gaseosas al kiosco que está afuera del pasillo. Ellos no lo sabían pero ya había pasado un auto negro. Dos vecinas que tomaban fresco en la puerta le contaron a Rosario3 que lo vieron minutos antes y les dio miedo. La ráfaga de disparos no era para ellos sino contra la familia del Salteño, Juan José Villazón, y su mujer, Claudia Campos, que dominan la cuadra. 

La investigación y el relato de los vecinos coinciden en ese punto: los agresores son de otra banda ubicada sobre calle Campbell y se disputan el territorio para el narcomenudeo. En el medio la Policía, la comisaría 20, acusada de cobrar coimas de las banditas para mirar para otro lado.

El lunes en el velorio montado en el club, Antonia, tía de Maxi, avisó lo que se amasaba. Pidió a los gritos seguridad, presencia de las autoridades y denunció una indiferencia profunda con la comunidad Toba Qom de Los Pumitas: “Que se pongan las pilas y vengan a ver cómo vivimos”.

La familia apuntó contra quienes consideraron responsables de la balacera fatal. Hubo insultos, se arrojaron piedras y botellas. El resto fue televisado: corridas, intentos de linchamiento, la Policía que se llevó a Villazón padre (dos hijos están detenidos, uno por un crimen), casas demolidas, saqueadas y prendidas fuego.

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Parte de lo sustraído en la pueblada fue regresado a sus dueños. Quedó expuesto en la vereda de San José y Cabal, corazón de Los Pumitas, como una ofrenda para la tregua.

Sara Campos está relacionada al Salteño y los transas a través de su hermana Claudia. Es, también, hermana de Walter, un adolescente de 15 años que fue asesinado por un francotirador de la Policía durante el estallido social de diciembre de 2001. Frente a su casa quedaron parte de esos bienes, que fueron y volvieron durante este otro estallido.

Sara le pide a su hija Luna que repinte el mural con el reclamo de justicia por Walter Campos. Repasa con un pincel el año 2001. Tiene 10 años y alcanza a decir que conocía a Máximo Jerez, el chico asesinado a metros de ahí el domingo pasado. No solo fueron un tiempo a la misma escuela.

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“Maximo y su primo Alexis, que está internado, venían acá a tomar la copa de leche y también yo les repartía juguetes. Acá nunca tuvimos ayuda de nadie”, dice Sara, la hermana de Claudia, apuntada por otros como “la mala” de esta secuencia junto a los Villazón (su marido e hijos). Los que dispararon el domingo a la madrugada no fueron ellos, repite. Fueron de otra banda de la calle Campbell.

¿Dónde queda la frontera entre los buenos y los malos en esta melaza de víctimas con distintos roles? En el testimonio caótico de Sara, asoman los ecos del 2001. El nombre de Pocho Lepratti está pintado en la misma pared de Walter. “Ahora viene la Policía, la TOE, y un francotirador mató a mi hermano de un balazo en la cabeza (le vació el hipotálamo) por pedir comida y nunca tuvimos justicia”, acusa la acusada.

Las familias quedaron enfrentadas por el crimen del domingo y las venganzas. A la casa de Sara Campos y de Luna ingresó el humo de la vivienda saqueada, destrozada y quemada el lunes. La nena cuenta que tenía miedo que les pasara algo, que se llevaran a la mamá, como escuchó que dijeron en la tele. Ahora, mientras pinta, sigue asustada.

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En los pasillos detrás de la canchita, el agua de las zanjas es entre gris y verde, estancada. Las gallinas chapotean sobre los restos de basura y botellas de plástico. El olor. Resuena el pedido de Antonia: “Vengan a ver cómo vivimos”.

Más allá, por Cabal, quedó un mueble quemado, un par de pantuflas rojas con la M de Mario Bros, una carpeta de la escuela secundaria con sus hojas abiertas. El resto son escombros, ladrillos, vidrios y materiales quemados entre las paredes en pie. Esto que cruje debajo de los pies fue una casa antes del torbellino de manos que la devoró.

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La kiosquera llora. En el barrio nadie quiere decir su nombre ni dar la cara por el temor extendido como una media sombra pero a la kiosquera ya no le importa. Su hijo mayor tiene 26 años y es adicto. Se puso violento con el tiempo, ella lo echó de la casa y él se puso a vender para los Salteños. Lo denunció como una forma de poner un límite y pedir ayuda (otras de las ausencias estatales). La amenazaron y se replegó.

Le gustaría irse del barrio pero tiene un hijo de 6 años con autismo y una adolescente de 16 con epilepsia. No quiere salir porque no sabe si los vecinos la van a identificar como parte de la banda de los Salteños, por su hijo mayor. Angustiada, se quiebra y se queda ahí, sola.

Por esa misma calle pasa caminando una pareja de la mano. Él es robusto, ella está embarazada. Van de la mano. La futura mamá tiene una ametralladora tatuada en la panza. El fotógrafo Rodrigo Abd (Agencia AP) registró el lunes, en medio del caos, ese símbolo de la violencia como cultura. La trama de la ciudad rota.

Rodrigo Abd/AP

Al lado del local de la organización social Garganta Poderosa, cerrada por la desprotección generalizada de las últimas semanas, un auto espera a una mujer. Juan se vino desde la ciudad de Santa Fe a rescatar a su hermana María y sus dos hijas. Vio las imágenes del lunes y se decidió: “Cargamos lo que podemos y se vienen a casa conmigo, allá pueden tener otra vida”. 

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Ahora son las 14. El sol aprieta. La familia Jerez, unas 15 personas entre tíos, primos y amigos, finalizan una larga asamblea privada para definir los pasos a seguir. Están frente a la canchita de fútbol, debajo de un techo que se hizo en 2009 y que se presenta como Club Social Qadhuoqte, que significa “base o cimientos” en idioma Qom.

Definieron que marcharán el viernes a la mañana para pedir justicia por Maxi. Jorge, el tío, hace de vocero. El hombre que participó de los incidentes el lunes pasado –y dijo a las cámaras “yo ya estoy jugado, ya puse la cabeza”–, vuelve a poner el rostro. Aclara a los medios que es la última vez que la familia va a hablar. No responde sobre las amenazas. Le insisten, vuelve a pedir que lo entiendan. “Vamos a seguir por Máximo, nada más", resume.

La nota termina, llegan algunas cámaras rezagadas. “Bajala, no nos enfoques más”, pide. “Basta campeón”, replica ahora, con menos tolerancia. 

–¿Y Antonia? –le preguntan por la tía de Maxi.

–Ahí la tenés –dice Jorge y su mujer está sentada, no puede ni con ella misma, la mano derecha sostiene su cabeza. Los ojos cerrados. La tragedia detrás de la adrenalina asoma. 

Alguien trae una mesa. Otro, una bolsa con fideos. Allá llegan las cebollas y un pimiento rojo. 

–Yo no las pelo porque me hace llorar –se excusa una mujer que estaba con la cara media tapada y la remera a medio ceder que le queda como una cuellera.

–Dale, pelen ustedes que yo cocino –se ofrece Jorge.

El intercambio entre ellos se anima. Alguien hace un chiste. Se ríen mientras preparan el guiso de fideos. La vida sigue, tiene que seguir.