“Si a uno de los chicos le pasa algo me muero”. Gustavo dice la frase y se pone serio, baja la cabeza. Transmite así la angustia que atraviesa a todo barrio Ludueña, ese territorio complejo que las guerras entre bandas convirtieron en un polvorín: es en el que más homicidios y otros hechos de violencia extrema hubo en lo que va del año.

“Los chicos” de los que habla Gustavo –que tiene 51 años, nació en ese barrio de origen obrero y ferroviario, y es testigo de su degradación– son los 80 jóvenes de entre 16 y 30 años que asisten a los seis talleres de capacitación que se dictan en el centro comunitario Gari-Dar, que él coordina junto a su hermana Mónica.

Gari-Dar –que funciona en una casa de dos dormitorios convertidos en salones y tiene un terreno lindero que funciona como huerta– está justo enfrente de la comisaría 12ª. Eso no lo convierte en un lugar seguro, más bien todo lo contrario: es una de las zonas donde más hechos violentos hubo en los últimos meses.

Tanto que esa situación los llevó a concentrar todas las actividades para que terminen a las 16.30 y los chicos vuelvan a sus casas antes de la caída del sol, cuando la violencia aflora en toda su magnitud. No solo eso, generó dos puertas de acceso y salida: uno por calle Casilda y otro por Solís. Antes de que los jóvenes se vayan, miran por dónde conviene hacerlo para correr menos riesgos.

La producción de esos pibes –además de las verduras de la huerta, almohadones del taller de costura y adornos hogareños de los de manualidades y pintura, entre otras cosas– se vende algunos días allí mismo o la llevan a ferias. El último jueves se ofrecía en uno de los gazebos del operativo multiagencial montado en el playón que está detrás de la comisaría 12ª (ver nota aparte). En ese espacio, rotan con otras organizaciones sociales que también llevan la producción de sus talleres.

En el marco del operativo multiagencial se vende producción de los talleres comunitarios. (Foto: Alan Monzón/Rosario3)

Muchos de los chicos de Gari-Dar cobran becas de Santa Fe: más de 4 mil pesos por mes.  En Ludueña, según datos de la provincia, hay 493 jóvenes incluidos en ese programa a través de diez organizaciones sociales que brindan, en total, 38 talleres. Hay de herrería, albañilería, carpintería, reciclado, peluquería, manicuría, luthería, textil, serigrafía, huerta, panificación y de género, entre otros.

Gustavo cree que su trabajo “le da menos espacio a los narcos”. Pero a la vez sabe que la lucha es desigual: “Esos 4 mil pesos de la beca un soldadito los junta en un rato parado en una esquina”. Claro, a riesgo de que su vida se apague muy temprano, como pasó con tantos chicos del barrio.

El referente dice que conoce a los padres de esos chicos de toda la vida, que “son buena gente”. Pero el consumo, las adicciones, sostiene, hace estragos, provoca que “los pibes se desvíen” y los padres "no saben qué hacer".

"Si a uno de los chicos les pasa algo me muero", dijo Gustavo. (Foto: Alan Monzón/Rosario3)

Montaldo, el gran referente

Acaso porque es un barrio que nació como de clase media trabajadora pero que vio crecer en su propio territorio importantes bolsones de miseria, Ludueña tiene una larga tradición de militancia social y solidaria.

En ese aspecto, tiene un referente histórico: el fallecido padre Edgardo Montaldo, quien se instaló allí en 1968. El cura salesiano levantó una parroquia, una guardería de niños, un comedor, una escuela. En las organizaciones de base que promovía Montaldo comenzó a militar Claudio Pocho Lepratti, asesinado en la represión policial del 19 y 20 de diciembre de 2001. El sacerdote lo orientó en su opción por los pobres.

La escuela que fundó el padre Montaldo es la Nº 1027 “Luisa Mora Olguín”. Se trata del colegio que, luego del asesinato de uno de sus alumnos, pidió que le construyeran un muro alrededor para proteger a su comunidad de las balas. Alberga además la Escuela Orquesta municipal, integrada por niños y jóvenes del barrio. Para que pueda seguir funcionando, se estableció alrededor de la institución un corredor seguro. 

Son decenas y decenas las organizaciones sociales del barrio. Su trabajo fue clave para  sostener la contención y la paz social durante la pandemia. La ola de violencia que recrudeció luego lo desbordó todo. Pero allí siguen, poniendo el cuerpo día a día –la ya demasiado extensa guerra narco se cobró la vida de algunos de ellos, como pasó en 2013 con Mercedes Delgado– y su vocación solidaria, su grano de arena para intentar mejorar la calidad de vida de las personas que habitan esos sectores donde la desigualdad y la pobreza se ven en de la forma más descarnada.

Para el Estado es fundamental trabajar junto a ellas para realmente tener penetración territorial, llegar a quienes lo necesitan. De hecho, el dispositivo multiagencial montado detrás de la seccional 12ª se nutre principalmente de los vecinos que llegan a través de las organizaciones.

"Si no fuera por el rol de esas organizaciones sociales que articulan en el territorio la relación entre el barrio y el Estado sería más compleja. Estas organizaciones en conjunto con las escuelas, las iglesias católica y evangélica, los curras villeros, facilitan la cercanía con el vecino”, sostiene Camilo Scaglia, director provincial de Desarrollo Territorial. “Fortalecer las organizaciones genera entramado social”, remarca, en el playón, el funcionario.

Termina de decirlo y lo aborda Ana, responsable de la asociación civil Juan Diego Tupac Amarú, un centro comunitario ubicado en una de las zonas más pobres del barrio y que lunes, miércoles y viernes brinda servicio como comedor y copa de leche.

Ana le cuenta que este sábado a las 14 van a festejar el Día de las Infancias (“del Niño”, dice en realidad ella). No pudieron hacerlo antes. Y no hace falta explicar por qué.