Parecía mentira. Bob Dylan pasó por Rosario y dejó a las cerca de cuatro mil personas que lo vieron en el Hipódromo Independencia felices, con la certeza de haber asistido a un show histórico.
Allí, en un ambiente familiar –había muchos padres con sus hijos– que poco tiene que ver con lo que se suele ver en un recital, hubo rock y del mejor del mundo.
Impresiona Dylan. Una leyenda viva, una de las columnas sobre las que se apoya la historia del rock, estuvo allí, en el parque Independencia, en ese escenario gigantesco, con su traje negro y su sombrero blanco, dispuesto a entregar toda la belleza de su música. Que va, esencialmente, del country al rock y del rock al country, respaldada en una banda que suena como los dioses y en la que sobresalen especialmente las guitarras.
La voz de Dylan, claro, evidencia el paso del tiempo: tiene 66 años. Pero de una manera que la embellece aún más, sobre todo cuando se torna aguardentosa y es como una caricia áspera. No hay coros que le hagan de colchón, no necesita eso.
En algunos casos cuesta reconocer las canciones, pero no hay error. El hombre ha decidido deformarlas, acaso porque así también se renueva a sí mismo.
El recital arrancó con Dylan en la guitarra de frente al público, pero duró poco. Al cuarto tema –el himno antibélico Masters of the War– pasó a un teclado que lo dejó de perfil y ya no se movió de allí. El sonido fue especialmente armonioso en los pocos temas en los que Bob tocó, justamente, una armónica que suena como ninguna otra.
El recital fue una canción tras otra, una más linda que otra, sin palabras ni casi gestos: Calamaro tiene razón, Bob es muy discreto. Apenas si levantó ambos brazos a media asta en el saludo final luego de los bises.
No hizo falta más. El público, sin histerias, prolijamente sentado –recién a las 22.50, cuando iba más de una hora y media del show que duró dos, la gente se paró cuando sonaron los primeros acordes de Like a Rolling Stone– lo disfrutó con una especie de asombro permanente.
Después, siempre están los que quieren más. Que tendría que haber tocado Blowing in the wind –una especie de himno que “sabemos todos”–. Que cómo no hizo tal o cual tema.
Pero otros instaban a ver las cosas en su justa medida. “Es impresionante, este tipo que se codeó con Martin Luther King, con Robert Kennedy, que es la historia y no sólo de la música, estuvo acá, en Rosario, en el Hipódromo, frente a nosotros”, comentaba el periodista Pablo Makovsky. Parecía mentira.
Allí, en un ambiente familiar –había muchos padres con sus hijos– que poco tiene que ver con lo que se suele ver en un recital, hubo rock y del mejor del mundo.
Impresiona Dylan. Una leyenda viva, una de las columnas sobre las que se apoya la historia del rock, estuvo allí, en el parque Independencia, en ese escenario gigantesco, con su traje negro y su sombrero blanco, dispuesto a entregar toda la belleza de su música. Que va, esencialmente, del country al rock y del rock al country, respaldada en una banda que suena como los dioses y en la que sobresalen especialmente las guitarras.
La voz de Dylan, claro, evidencia el paso del tiempo: tiene 66 años. Pero de una manera que la embellece aún más, sobre todo cuando se torna aguardentosa y es como una caricia áspera. No hay coros que le hagan de colchón, no necesita eso.
En algunos casos cuesta reconocer las canciones, pero no hay error. El hombre ha decidido deformarlas, acaso porque así también se renueva a sí mismo.
El recital arrancó con Dylan en la guitarra de frente al público, pero duró poco. Al cuarto tema –el himno antibélico Masters of the War– pasó a un teclado que lo dejó de perfil y ya no se movió de allí. El sonido fue especialmente armonioso en los pocos temas en los que Bob tocó, justamente, una armónica que suena como ninguna otra.
El recital fue una canción tras otra, una más linda que otra, sin palabras ni casi gestos: Calamaro tiene razón, Bob es muy discreto. Apenas si levantó ambos brazos a media asta en el saludo final luego de los bises.
No hizo falta más. El público, sin histerias, prolijamente sentado –recién a las 22.50, cuando iba más de una hora y media del show que duró dos, la gente se paró cuando sonaron los primeros acordes de Like a Rolling Stone– lo disfrutó con una especie de asombro permanente.
Después, siempre están los que quieren más. Que tendría que haber tocado Blowing in the wind –una especie de himno que “sabemos todos”–. Que cómo no hizo tal o cual tema.
Pero otros instaban a ver las cosas en su justa medida. “Es impresionante, este tipo que se codeó con Martin Luther King, con Robert Kennedy, que es la historia y no sólo de la música, estuvo acá, en Rosario, en el Hipódromo, frente a nosotros”, comentaba el periodista Pablo Makovsky. Parecía mentira.



