El Reino Unido conmemora este sábado el segundo aniversario de los sangrientos atentados suicidas del 7 de julio (7-J) en la capital británica todavía bajo el impacto de los ataques fallidos hace una semana en Londres y Glasgow.
Cincuenta y dos personas, además de los cuatro suicidas, murieron aquel día y más de setecientas resultaron heridas en una acción coordinada que iba a exacerbar aún más la polémica sobre la invasión de Irak y la presencia militar británica en aquel país árabe.
Aquellos sucesos serían seguidos dos semanas después por otra nueva racha de atentados contra la red de transportes londinense, esta vez afortunadamente todos ellos fallidos al no explosionar los artefactos que llevaban los terroristas.
La noticia de los atentados del 7-J sorprendió al ex primer ministro británico Tony Blair presidiendo la cumbre de los siete países más ricos del mundo y Rusia (G8) en Gleneagles (Escocia), donde el día anterior había recibido la noticia de la elección de Londres como sede de los Juegos Olímpicos del 2012 frente a otras ciudades candidatas como París, Nueva York o Madrid.
El líder laborista, que había manifestado, como otros dirigentes, su plena solidaridad con el presidente de Estados Unidos, George W. Bush, tras los atentados del 11 de septiembre (11-S) contra ese país, declaró entonces en tono apocalíptico que con el terrorismo habían cambiado las reglas del juego y anunció una serie de medidas para combatirlo.
El carácter draconiano de aquellas medidas puso en pie de guerra a los defensores de los derechos civiles, que criticaron el autoritarismo creciente de un gobernante que se había negado a reconocer que hubiera alguna relación entre el crecimiento del terrorismo y la invasión anglo-norteamericana de Irak.
Una invasión llevada a cabo con el pretexto, primero, de unas inexistentes armas de destrucción masiva y justificada después, cuando se vio la falacia de ese argumento, como una intervención puramente humanitaria para librar al mundo de un dictador genocida.
El hecho de que los terroristas suicidas del 7-J fuesen individuos nacidos -o al menos criados- en el Reino Unido fue, sin embargo, para muchos una llamada de atención sobre las repercusiones profundas en los musulmanes británicos de la invasión de Irak y de la doble moral que atribuían a Occidente en su trato con Israel y los palestinos.
A raíz de aquellos atentados se crearon grupos de trabajo para intentar formular propuestas sobre cómo mejorar las relaciones con la comunidad musulmana, en su mayoría de origen asiático, pero que fracasaron al negarse el Gobierno a permitir una investigación a fondo de los atentados y a reconocer hasta qué punto su política exterior había contribuido a la radicalización de los jóvenes musulmanes.
Mientras tanto Tony Blair es ya historia, pero su sucesor, Gordon Brown, al poco de estrenarse en su cargo el pasado 27 de junio, tuvo que hacer frente a su primer desafío en nueva capacidad con unos intentos terroristas que han causado escalofríos entre los británicos.
Quienes hace una semana trataron de causar nuevas carnicerías con dos coches bomba en Londres y lanzándose con un automóvil trufado de material incendiario contra la terminal del aeropuerto de Glasgow tenían un perfil inquietante y distinto de los anteriores.
Esta vez se trata, a juzgar por los todos los detenidos hasta ahora, de jóvenes profesionales de la medicina extranjeros, en su mayoría de Oriente Medio y contratados recientemente por el Servicio Nacional de Salud (NHS).
El amigo de uno de ellos declaró a la policía que el presunto terrorista, que había vivido en Irak, donde tenía todavía a su familia, estaba "dolido" por la invasión de ese país y por el hecho de que ahora los iraquíes estuviesen matándose entre ellos.
El que unos jóvenes que eligieron en su día una profesión cuya tarea es sanar optaran por matar a inocentes resulta, a ojos de los británicos, particularmente preocupante.
Fuente: EFE