Maricel Bargeri

Una noticia publicada este jueves en Clarín, donde se señala que en distintos países europeos la práctica cotidiana del piropo está penalizada, motivó un interesante ida y vuelta en A Diario (Radio 2) y, también, en los pasillos de Rosario3.com.

¿Cómo empezó todo esto? El citado artículo apunta que Bélgica acaba de aprobar una ley" que condena los piropos y multa con entre 50 y 1.000 euros, y hasta penas de hasta un año de prisión, a quienes hagan comentarios sexistas o proposiciones sexuales en la calle."

Además, en la misma nota se cita una encuesta realizada por la Universidad Abierta Interamericana (UAI), según la cual, casi el 90 por ciento de las mujeres entrevistadas en Buenos Aires y el conurbano dijo que apoya una ley que limite los piropos.

La cuestión del piropo viene despertando comentarios "a favor" y "en contra" tras los dichos del jefe de Gobierno porteño Mauricio Macri. El mandatario aseguró que “a todas las mujeres les gusta que les digan un piropo” y luego se disculpó. Tamaña afirmación impulsó una columna de opinión en Rosario3.com.

Las posiciones encontradas no hicieron más que impulsar a los oyentes de Alberto Lotuf, quienes se expresaron en el envío.

Algunos de los mensajes de texto recibidos fueron “Sos más linda ke 1 canción en clave d sol y tengo esta Corchea pa vos mamita!”, “por vos mataría un elefante a chancletazos” y "Te doy hasta que Russo dirija a NOB", entre otros cuantos.

¿Por qué tanta batahola por una situación cotidiana que tiene antecedentes centenarios? Justamente por eso, porque cuando una costumbre está naturalizada, conviene preguntarse por su origen.

¿Hay piropos buenos y malos? ¿Por qué algunos son tildados de grosería y otros de halago? ¿La diferencia entre ambos “supuestos extremos” está dada por el contenido, por la intención de quien dice el piropo o la respuesta de quien lo recibe? ¿Por qué si es un hábito tan arraigado, no participan del mismo de igual modo hombres y mujeres?

Y así, los interrogantes podrían seguir hasta que quien lee llegue al primer bufido.

Sí hay un punto de partida que no se discute: no se le pregunta a una mujer si quiere o no escuchar el piropo ajeno, simplemente se dice. Así de simple. No media el interrogante "¿te puedo decir algo?". O bien, "¿puedo poner en voz alta eso que pienso?".

Porque la salvedad es esa, no es que el deseo no admita significantes. Se puede pensar, se puede compartir en un contexto preestablecido; el problema empieza cuando el otro está convencido de que lo puede expresar per se. Allí es donde comienza la violencia.

En esa atribución reside la convicción de que el otro/a espera esas palabras o gesto. La encuesta de la UAI demuestra, por el contrario, y en el caso particular de las mujeres –“mujeres” aquí como dato biológico– que ellas no ansían ningún piropo.

De este modo, se diluye la discusión en torno a los piropos buenos o malos. Porque quien los dice niega la existencia de un otro como par, lo ve como un algo sobre lo que tiene atribuciones. Dicho de otro modo, lo cosifica.

Y es en esa situación asimétrica donde se da la violencia. Violencia que, en el caso del piropo es simbólica, pero que abona un eslabón más de una cadena de violencias que residen en negar al otro como persona y que incluye todas las formas de abusos piscofísicos.

Y poco importa si la cita es “qué bonitos ojos tienes” o “te haría mil cosas en ese culo”. Por lo antes dicho, las dos son formas de acoso callejero, sólo que el primero se viste de “halago”.

Por último, en ambos casos, la mujer “está”: "buena", "gorda", "flaca". En suma, un cuerpo susceptible de la observación ajena y callejera (para más datos). Además, esa sola condición de “estar” la convierte no sólo la destinataria sino también en la responsable/culpable del “piropo”.

Declaración de principios: las mujeres no venimos a este mundo a "estar", sino a "ser".