Los problemas públicos son invenciones. No son suficientes condiciones objetivas disfuncionales para que tengamos un problema, sino que se requieren juicios subjetivos que expresen la indeseabilidad de ciertas situaciones y esfuerzos sostenidos para que esa visión tome carácter público. Son procesos de construcción-definición en los que grupos sociales intentan que una situación sea percibida como un problema por una parte importante del público.

Dicho así parece fácil. Sin embargo, instalar preocupaciones en la opinión pública no es tan sencillo, ni tan “democrático”. Las diferencias de poder son determinantes de qué se torna problema y qué no. Y si bien la participación tiene un lugar importante a la hora de intentar incluir temas en la agenda pública, y es el recurso esencial de quienes carecen de otros recursos de poder (dinero, saberes, armas, etc.), los grupos de interés más consolidados detentan importantes ventajas. Es que el poder es un aspecto central de la construcción de problemas públicos, y si bien el poder no basta para hacer públicos intereses particulares, los grupos de poder tienen muy desarrolladas las capacidades de “empaquetar” sus demandas para convertirlas en públicas. Es una tarea de generalización que requiere información, diseño de opciones y elección de instrumentos. En síntesis, requiere una definición “vendible” de lo que está sucediendo.

Se trata, entonces, de una competencia entre distintas definiciones de una misma condición objetiva. La que resulte exitosa será la que determine el curso de la acción pública. Este es, precisamente, el sentido de la máxima “quien define es quien decide”, que quiere decir que quien logra imponer su definición de un problema público condiciona las respuestas de acción concreta sobre el mismo.

Ni gobierno ni campo lograron aún imponer ampliamente una definición del problema que los enfrenta. Los intentos más potentes de cada lado no lograron consenso. Ni “los piquetes de la abundancia”, ni “los Kirchner como obstáculo”, fueron definiciones de lo que está en juego aceptables para el gran público, por ahora.

A pesar del costo social, económico y de prestigio internacional que genera el conflicto, sin una definición del mismo que “prenda” en la opinión pública no habrá un curso obligado de acción ni para el gobierno, ni para el campo. ¿Por qué cuesta tanto salir del atolladero? Porque lo que preserva cierto equilibrio en estos conflictos es la vitalidad de un ámbito público capaz de poner trabas a pretensiones infundadas de hacer general lo particular.

Pero cuando, como ocurre en la Argentina, el ámbito público carece de vitalidad y los actores centrales del conflicto aparecen desnudos en sus posiciones particulares, el consenso ampliado se torna esquivo para ambos. Esto prolonga la lucha y presagia su desenlace solo por la vía de una fuerte deslegitimación de una de las posiciones en pugna.

*El autor es politólogo, director del Posgrado en Comunicación Política de la Facultad de Ciencia Política y Relaciones Internacionales de la UNR.