Pensar en un viaje a Marruecos es entrar instantáneamente en un espacio donde los sentidos se inundan de sensaciones. Sonidos de multitud, música, colores brillantes, aromas exóticos, envolventes, invasivos, de sabores y de texturas ya en sus en sus telas ya en sus comidas. Mercados desbordantes de mercancías. Las ciudades se levantan como las escenografías de un cuento.
Quizás la que más entusiasmo despierta en los turistas es Marrakech. “De primeras te extraña y después te entraña”, escribió el poeta Fernando Pessoa en su cuaderno de viaje. Moteada por numerosos jardines como La Menara, los que orlan el barrio de Hivernage o los que rodean a Koutoubia, la mezquita gemela de la Giralda de Sevilla, sin lugar a dudas el que más visitantes convoca es el Jardín Majorelle, situado en el barrio de Guéliz.
El pintor Jacques Majorelle llegó a la ciudad en 1919 para recuperarse de problemas de salud. Entusiasmado con el entorno, en 1924 decidió comprar unos terrenos en una zona de palmeras lindante con la muralla de la Medina, el casco histórico, y le encargó al arquitecto Paul Sinoir que le construyera una casa y estudio, una maravillosa inspirada en la obra de Le Corbusier y en el Palacio de la Bahía, de la misma Marakech.
Quizás lo primero que los deje boquiabiertos es el colorido de la edificación, y es que en 1937 el artista creó un color azul de ultramar, entre intenso y suave que bautizó “azul Majorelle”, que se usó también para la decoración que salpica aquí y allá el espacio verde, fuentes, chorros de agua, pérgolas, porque, sin dudas, uno de los grandes atractivos de Majorelle es el jardín sembrado con especies traídas de todas partes del mundo, palmeras, cactus, yucas, hibiscos, jazmines, cocoteros, bananeros, bambúes gigantes, bungavillas, higueras, naranjos, nenúfares, entre otras especies, que son el hábitat natural por donde se desplazan libremente los protagonistas de otra de sus pasiones, los pájaros.
El jardín fue abierto al público en 1947, pero después de la muerte de su dueño el lugar entró en una etapa de abandono de la que no parecía que se iba a recuperar, hasta que en 1980 fue comprado el diseñador Yves Saint Laurent y su compañero Pierre Bergé.
“El naranja del azafrán, el azul del Jardin Majorelle o el violeta de las buganvillas. Esta ciudad me ha traído el color”, dijo el modisto. Restauraron tanto la casa como el jardín en el que duplicaron las especies hasta alcanzar las trescientas. La planta alta de la construcción quedó como vivienda y en la baja se instaló el Museo de Arte Islámico de Marrakech, donde se exhiben gran variedad de piezas de cerámica, armas, alfombras, pertenecientes a la colección personal de Saint Laurent y también retrospectivas de sus diseños. Sin lugar a dudas un imperdible en su paso por la ciudad.


