Daba que hablar mucho cuando vivía y ahora que murió, también. Gilberto, el “loco” de barrio Echesortu falleció y nos enteramos por Twitter. Paradoja de este tiempo en el que la tecnología te acerca y te aleja a su gusto. Muchos usuarios compartieron sus recuerdos de este verdadero personaje al que muchos llamaban Popeye a pesar de su disgusto por ese sobrenombre. Nada de pipas ni espinaca poderosa, sólo un bombo que agitaba sin piedad y algún otro palo que recogía en su interminable andar por la plaza Buratovich para luego revolearlo a los cuatro vientos si se enojaba.

Coincidimos. Mi niñez y su juventud en inmediaciones del club de San Nicolás y 9 de Julio. Su presencia era, al menos, desconcertante. Muchos niños le temían pero yo no. No a él porque por ahí también había otras personas “raras” que sí me aterrorizaban.

Pero Gilberto me resultaba inofensivo, quizás fuese porque solía acercarse a charlar sin ninguna lógica con mi abuelo en la plaza, mientras con mi hermana nos hamacábamos hasta el cielo. Recuerdo con claridad su indignación cuando una pareja osó besarse frente a la iglesia San Miguel. Esa actitud le pareció totalmente desubicada (infernal) y no paró de anticiparles distintos castigos celestiales por su falta de respeto a dios. Otros recuerdos, en cambio, son sólo sonoros porque a veces, podía escuchar su paso de redoblante durante la hora de la siesta y algún que otro grito. Le gustaba tararear fuerte.

Hace apenas un mes pasé en taxi por la plaza de Echesortu. Se me erizó la piel cuando lo ví en la esquina de 3 de febrero y Cafferata haciendo malabares con dos naranjas demasiado rebeldes para sus manos torcidas. Me llenó de ternura y nostalgia verlo viejo aunque detenido en el tiempo. Tantas cosas habían pasado y me habían pasado y él seguía ahí, tan fijo como el mismo recuerdo que guardaba de sus días jóvenes.

Ayer cuando leí que había fallecido, me emocioné. Vaya uno a saber por qué la muerte moviliza más que la vida –no se me hubiera ocurrido jamás escribir sobre él en otro momento– pero los comentarios se sucedían y fueron sumando anécdotas coloridas y algunas más pálidas de un Gilberto víctima de maltrato de parte de otros chicos, en una época donde no existía el bullying ni la inclusión. Sin embargo, al mismo tiempo, su “locura” fue naturalizada y aceptada y pudo convivir con la pretendida normalidad de aquellos días, sin más interrogantes.

En cambio, las dudas llegan ahora y de a montones: ¿Quién habrá cuidado de él en su madurez?, ¿qué pensaba? ¿qué sentía?

No sabemos por qué la vida nos reúne con unas u otras personas. Gilberto siempre fue inolvidable para mí. Quizás lo conocí para aprender algo de la magia que envuelve las cosas.