Virginia Giacosa

"Cualquier cosa menos un electrodoméstico", clama hasta hoy mi mamá cada vez que la aguijonean con la pregunta de qué quiere de regalo para el Día de la Madre.

Y no es que mi mamá sea una feminista militante o una ferviente defensora de que la mujer esté lejos de la cocina. Todo lo contrario. Mi mamá es un ama de casa hecha y derecha. Abnegada más por lo virtuosa que por lo sacrificada. Porque la verdad es que lo que eligió –mal que me pese– le sale bárbaro.

Es de esas madres que le escapan al bife rápido o la hamburguesa para sorprender con el guiso suculento o el pastel de carne. Es de las que para las fiestas escolares ni loca alquila un traje de dama antigua, sino que con sus propias manos hace el propio.

Pero si algo no hace mi mamá desde que tengo uso de razón es un culto a la labor de entrecasa. Y de cara a esa fecha clave despotrica sin vergüenza contra toda las promociones especiales que ponen al alcance de la mano los últimos adelantos para planchar, lavar y cocinar con más facilidades.

Y así fue que mi mamá nunca aceptó un electrodoméstico en "su" domingo de octubre. Claro que entre lavar a mano prefirió el sistema automático pero bajo ningún punto de vista le permitió el ingreso a su casa en el Día de la Madre. Tampoco a la plancha a vapor, ni al microondas y mucho menos a la multiprocesadora.

Con los años se fue armando con todos los avances de un ama de casa moderna a costa de los regalos que teníamos que hacerle durante cualquier día del año.

Quizás, porque para ella el placer siempre pasa por salirse aunque sea por un rato de la rutina en esa fecha necesita no sentirse ama de casa. Entonces se regodea de disfrute con obsequios la sacan del trabajo de siempre.

Oler una fragancia nueva, estrenarse un vestido, colgarse los aros más largos, embadurnarse de suaves cremas. Salir a cenar afuera y no tener una pila de platos sucios para lavar esa noche. Y por favor: ¡No tener que arrancarle el moño rosa a un electrodoméstico!