Sí, había gente en el Monumento. No era la multitud que se concentró después de la goleada ante Serbia y Montenegro, ni la masa de fanáticos que se juntó después de la angustiante victoria frente a México. Pero un grupo de rosarinos dijo presente en la explanada que recuerda la creación de la bandera nacional para, desde lejos, hacer público su apoyo al equipo de Pekerman, que dejó todo en la cancha, aunque después no alcanzó. En los bares el partido se vivió como nunca, pero al final todo fue silencio y tristeza. De hecho, el almuerzo le cayó mal a más de uno. La ciudad estaba preparada desde temprano para una fiesta que finalmente no fue. Desde el comienzo, los aplausos fueron para el coraje de Tevez, la seguridad de Abbondanzieri y la garra de Maxi Rodríguez. Con el correr de los minutos, nadie se acordó –o a nadie le importó– la prohibición de fumar en los espacios públicos cerrados. Los nervios iban en aumento y los ceniceros desbordaban de puchos y de restos de uñas arrancadas con los dientes. El entretiempo sirvió para respirar un poco, ir al baño o pedir algo para comer o tomar. Los mozos fueron hinchas. La explosión llegó con el gol de Ayala al comienzo del complemento y contagió de euforia a los minutos siguientes, donde los clásicos cánticos y los golpes con las manos en las mesas se hicieron oír a cada rato. Después llegó el empate alemán y el silencio se apoderó de los bares, de la ciudad entera, casi hasta el final del partido. La tensión era enorme, al igual que el temor cuando atacaban los grandotes de blanco. Capítulo aparte para la angustia de los penales: algunos con las manos en la cara, otros sin mirar, otros gritando por todo. De golpe, la desazón: Argentina había quedado afuera del Mundial. La retirada fue lenta y silenciosa.