“Estoy harto de que me metan en conflictos ajenos”. Estaba saturado mi amigo el bailarín esa mañana de agosto. Nada mejor que los líos propios. Tenerlos, reconocerlos y pensarlos para resolverlos, si es que se puede.

Rosario tiene problemas de colores.

Septiembre empezó con un museo Castagnino pintado de negro en el marco de la muestra Ampliación. La iniciativa de la artista Mariana Tellería provocó un cruce imperdible entre arquitectos, pintores, funcionarios, periodistas y ciudadanos a través de la radio, la tele y las redes sociales. Afortunadamente, todos quisieron opinar, lamentablemente sobre un hecho ya consumado, pero que sirvió de excusa para renovar, una vez más, el ejercicio del debate.

Sin marcha atrás, el inmueble de riquísimo valor histórico, quedó bloqueado y sin brillo alguno. La idea de la artista plástica tuvo éxito en el sentido de que sí, de noche, se confunde con el cielo estrellado de la ciudad. Para mí es una idea de belleza aunque me haga ruido esto de usar pintura cuando se pudo apelar a algún otro revestimiento menos invasivo.

El edificio, como explica la arquitecta Silvia Pampinella en el blog de la muestra, se erige en el Parque Independencia desde 1937 y cuando fue construido despertó “las voces más timoratas” porque se instalaba un centro cultural en una zona donde la prostitución hacía de las suyas. Más allá de demostrar que la polémica es más vieja que la humanidad, establece una oposición directa entre el negro del actual museo histórico con el Museo de Arte Contemporáneo (Macro), cargado de rojos, amarillos y verdes. Ambos lugares conforman un mismo espacio cultural municipal. Son las dos caras de la producción artística, una clásica y la otra moderna.

También, ambos edificios se emplazan en dos zonas diferentes de una misma Rosario. Mientras que los silos multicolores miran al río en el marco de una ribera próspera, cargada de edificios tan altos como lujosos, el Castagnino se enfrenta al sur, a una Buenos Aires que todavía queda lejos y en el medio, un barrio que, hablando de símbolos, sufre la estigmatización que genera la pobreza mezclada con la delincuencia.

Rebuscada o no tanto, la idea de las dos ciudades no es nueva. Si se quiere, viene a simplificar una situación compleja de una Rosario que se vuelve peligrosa a pesar de que muchos hayamos resistido los carteles de “peligro” en las calles y hayamos promovido una mirada más condescendiente y reflexiva hacia lo que englobamos con el término inseguridad.

Delitos de moda con personas muertas incluidas, búnkeres de drogas atendidos por pibitos de los que hoy ya nadie habla, agresiones entre familiares y amigos, conforman un nuevo mapa de una ciudad que fue cambiando, a pesar de que una y otra vez, se la pinte de rosa.

Hay rayones que no se pueden tapar con negro.

Hace unos días, una multitud de gente se congregó en el Monumento a la Bandera, otra obra maestra que tenemos que celebrar. A la particularidad de los casos y la variedad de reclamos esgrimidos, hubo una coincidencia: la necesidad de políticas que encuentren un principio de solución. Eso sí, respetando los derechos de todos, sin caer en el desborde.

Convivencia sería una palabra adecuada para el grafitti que, a todo esto ¿es arte?