El infierno de cables y llamadas, presenta una galería de personajes que da miedo. La team líder, casi siempre es una mujer, –que empezaron como teleoperadoras rasas pero alcanzaron coordinar un grupo luego de cumplir al pie de la letra todos los mandatos del call center–, el break –que son sólo los 15 minutos de descanso, ni un segundo más ni un segundo menos– , los clientes enfurecidos –que se ensañan con el teleoperador aunque están siendo estafados por las empresas que contratan a las empresas para las que el telemarketer está trabajando–, y los formadores que aconsejan que todos los empleados tienen que formar equipo –así se arman grupos para ir y volver todos juntos en colectivo o salir los fines de semana por la noche–.

Pero no todo es terrorífico al interior de esos edificios que cobran vida de noche cuando del otro lado del planeta ya amaneció pero acá aún se ven la luna y las estrellas. Seselovsky se toma el trabajo de mostrar que hay un movimiento que se gesta al interior de esas usinas de trabajadores teledirigidos que muchas veces son confundidos por quienes hablan del otro lado del tubo con máquinas.

Si algo lo sorprende al periodista-telemarketer es que al entrar al baño las puertas están recién pintadas pero el resto del recinto no. La explicación esconde una vieja tradición que siempre se vio plasmada en los baños: la de los grafittis. Es que parece ser que un grupo de empleados hace de manera clandestina convocatorias a través de esos impresos para que la gente se organice.

Se llaman teleperforados y cuando no pueden dejar estampado su mensaje para encontrarse en una asamblea o tomando unas cervezas en la próxima fiesta lo dejan con un cartel pegado debajo de la tapa del inodoro para que nadie de deje de enterarse de la convocatoria aunque sea en los breves minutos de break.