No hay mejor escuela de periodismo que los diarios. Las redacciones son lugares encantados, donde los sueños se mezclan con la tensión, la imaginación con la angustia, la reflexión con el vértigo. Se aprende a trabajar y más que eso: a vivir, y a convivir.

Esta semana hubo festejo en una redacción de la ciudad: El Ciudadano cumplió diez años. 
Qué bueno que hayan festejado. No muchos días antes, en ese mismo lugar, hubo angustia. Una angustia que no es nueva porque El Ciudadano, al fin de cuentas, siempre ha sido así. Pasión y desaliento. Amor y espanto.

La celebración, después de todo, es un logro de ese grupo de trabajadores que estaba allí, en la foto principal de la tapa del martes 7 de octubre, abriendo las manos –para mostrar los diez dedos– con orgullo. Ese diario, más que ninguno, es de los que lo hacen todos los días, detrás de un teclado, una máquina de fotos, una paginadora.

El Ciudadano nació en 1998, en el final del gobierno de Carlos Menem, cuando la recesión empezaba a pinchar la burbuja de los 90. Con La Capital en un proceso complicado tras la llegada del grupo Vila, con todo lo que significa un cambio de dueño y, sobre todo, la transormación de sábana a tabloide, parecía un buen momento para apostar a romper –a pesar de tantos antecedentes de intentos fallidos– el histórico monopolio del diario que fundó Ovidio Lagos y sus herederos acababan de vender.

El proyecto, claro, tuvo sus idas y vueltas. Armar una Redacción y poner en marcha todos los mecanismos de producción –incluso los industriales– que se necesitan para que un diario esté en la calle no son cosa sencilla. Pero se hizo.

Aquellos primeros tiempos no fueron fáciles. Aunque el producto tenía calidad, había un esfuerzo porque estuviera bien escrito, una apuesta a contar otras historias, aportaba buenas fotos, tardó más de lo esperado en llegar a un buen piso de ventas. Pero también se hizo.

Vinieron entonces otras idas y vueltas, que ya no tuvieron que ver con el producto periodístico en sí, pero que lo condicionaron.

La historia es conocida. En noviembre de 1999 El Ciudadano pasó a ser parte del Multimedios La Capital. El 1º de mayo de 2000 los trabajadores se encontraron con las persianas bajas y el despido de dos terceras partes del personal. La medida fue resistida con determinación y unidad, y eso hizo que el diario reabriera, aunque con la mitad de sus empleados.

El producto ya no era el mismo: como la premisa era que no compitiera con el hermano mayor del grupo, La Capital, primero hubo un intento de darle un perfil sensacionalista. Pero duró poco. Se le retacearon páginas, recursos, posibilidades de distribución. La cosa no cambió demasiado con la llegada de un nuevo dueño, Eduardo López, que en algún momento amenazó con revitalizarlo.

Podría ser una historia triste sino fuera porque, en realidad, es épica. El diario sigue ahí, abierto, y es fuente de trabajo de decenas de personas que se ganan la vida con un oficio al que nunca se le podrá quitar su carga de romanticismo.

Lo hacen con una dignidad a prueba de balas, y eso incluye desde escribir buenas historias –que merecerían una circulación acorde– hasta pelear por lo que les corresponde.

Después del crack de 2001, la ciudad se pobló de nuevos medios: revistas, portales de Internet, publicaciones de negocios vieron la luz con la recuperación económica y el avance de las nuevas tecnologías. En casi todos –incluso en Rosario3.com– hay periodistas surgidos del semillero de El Ciudadano.

Toda Redacción de un diario vive una especie de epopeya cotidiana. Que empieza a la mañana con la página en blanco, termina a la madrugada con la locura del cierre y vuelve a arrancar a la mañana siguiente, como si no hubiera pasado nada. Para quienes eligieron vivir del periodismo –al menos de su vertiente gráfica– no hay nada mejor que eso. Un brindis por El Ciudadano.