Virginia Giacosa

Cuando Florencia lo vio a Bernie por primera vez quedó impactada. Y no era para menos. Ese morocho, de 1,85 y musculoso, tenía un porte y un color poco habitual en estas tierras. "Vendía anteojos de sol en La Florida, y yo iba con una amiga todos los domingos para verlo a él", contó esta rosarina de 23 años que desde casi tres está en pareja con Bernard. Él es oriundo de Tanzania (ubicado en la costa este de África Central, al norte de Kenia y Uganda, al oeste de Ruanda y el Congo, al sur de Zambia y Mozambique) y juntos tuvieron a Adiventina, una niña de un año y medio.

Bernard llegó poco antes de 2002 a Rosario. Como muchos otros africanos, lo hizo como polizón a bordo de un barco. Aunque su historia es bastante diferente a la de los demás jóvenes que llegaron peticionando refugio, las vueltas de la vida hicieron que un día se embarcara para salir de su país. Trabajó de marinero en Panamá y más tarde decidió esconderse en un barco de ultramar para llegar a aguas argentinas, donde sabía de antemano, que encontraría a muchos de sus compatriotas.

"Después de perderlo de vista por unas semanas, me lo encontré en la esquina de Entre Ríos y Córdoba, justo enfrente del local de ropa donde yo trabajaba", cuenta Florencia que como no se animaba a hablar con él envío a una amiga de mensajera. Su amiga fue la encargada de darle su número de teléfono y a partir de ahí comenzaron las conversaciones hasta que un día pusieron un lugar de encuentro.

"Nos citamos en la esquina de San Martín y Rioja. Al principio tenía miedo, no sabía quién era, de dónde había venido y me asusté pensando en que podía pasarme algo. Y aunque estuve a punto de no ir, como temí que pensara que lo discriminaba, al final me animé", contó la chica.

Cuando se vieron, él la tomó de la mano para cruzar la calle y ese momento fue crucial. "Sentí un calor en todo el cuerpo que nunca antes me había pasado", dijo la chica y aseguró que desde ahí nunca más la volvió a soltar.

Actualmente, alquilan un departamento en el centro de la ciudad, sostienen un puesto de venta con habilitación municipal que ofrece gorras, relojes y accesorios en la esquina de Entre Ríos y Córdoba y compran ropa en Buenos Aires para vender en un local que tienen con su hermana en las afueras de Rosario. "La verdad que él es muy cuidadoso con el dinero, le gusta ahorrar, administrar bien y cuida lo que gana", cuenta.

Aunque Bernard habla inglés, fuwalili –que es su lengua materna– no tiene problemas para comunicarse en español y con una frase bien argentina resume todo lo que su mujer dice de él: "No hay que tirar manteca al techo".

Desde que salió de su país no regresó. Incluso, no pudo despedirse de su mamá que murió un día antes que él intentara comunicarse con ella para contarle que sería papá. "La nena se llama Adiventina como su abuela. Me pareció justo que fuera así", señaló Florencia.

Si bien ella dejó de trabajar cuando nació la nena, desde hace un tiempo comenzó a hacer algunas producciones como modelo para marcas de la ciudad.  "Él es muy tradicional y prefiere que me encargue de criar a la nena", dice. "Es un hombre diferente. Como vivió tantos años solo, se plancha su ropa, limpia, no es machista", dice Florencia entre risas a sabiendas que entre sus amigas rosarinas esos detalles son una envidia.

Pero para que él no se sienta tan lejos de su tierra, ella apendió a hacer algunos platos típicos de la cocina africana como el fufu o patgi (un estofado natural que lleva pollo, carne, cebolla, pimiento, tomate natural, ají). "Es una especie de sopa, una salsa liviana y jugosa que se come con la mano", cuenta.

El arroz ahumado, otro de sus platos preferidos, lo aprendió con sólo mirarlo. "No se hace con agua como nosotros, sino con aceite, para que se salga el almidón y el vapor lo vaya cocinando", explica Florencia que suele agasajar a varios de los africanos que viven en la ciudad y a veces se reunen en su casa. "Por cómo cocino para ellos soy una negra más", concluyó.